LA REVOLUCIÓN VENEZOLANA: UNA CARTOGRAFÍA DEL CAMBIO POLÍTICO EN LA AMÉRICA LATINA Y CARIBEÑA
Gustavo Fernández Colón
Uno de los aportes más relevantes de la obra de Edgar Morin estriba en su propuesta de creación de una crisisología o ciencia de las crisis. Se trata de un conjunto de proposiciones teóricas y metodológicas que pueden resultar de suma utilidad a la hora de intentar comprender la dinámica cambiante y conflictiva de las sociedades contemporáneas. En este ensayo, aspiramos ofrecer una lectura crítica de las tensiones por las que atraviesan las naciones latinoamericanas en general y Venezuela en particular, de cara a los retos planteados por las fuerzas globalizantes del capitalismo tardío, desde una perspectiva multidimensional atenta a la interacción permanente entre economía, política, cultura y sociedad.
CULTURA Y CONFLICTO
En un esfuerzo por integrar los aportes del marxismo, el psicoanálisis, la cibernética y la teoría de sistemas, Morin (1995) ha propuesto una conceptualización de la cultura como sistema en el que se comunican dialécticamente la dimensión mítica y las prácticas sociales, la experiencia existencial y el saber constituido, lo real y lo imaginario. En consecuencia, la cultura pasa a ser concebida como una totalidad compleja que trasciende la vieja dicotomía entre la superestructura ideológica y la infraestructura económica, a tal punto que puede definírsela como “el circuito metabólico que enlaza lo infraestructural con lo superestructural” (1995: 148).
Distintamente a lo que sucedía con las sociedades arcaicas en las que la dimensión mágico-religiosa lograba unificar, mediante el sincretismo, tanto los saberes como las experiencias de la comunidad, en las llamadas sociedades históricas, y especialmente en las contemporáneas, una diversidad de sistemas culturales se yuxtaponen e interactúan incluso en el ámbito de la subjetividad individual. De esta manera, las sociedades post-industriales de Occidente se revelan como organizaciones humanas de naturaleza policultural por contener en su interior no solamente una cultura nacional que confiere su identificación a la nación, sino también una cultura humanística o de élites, la cultura de masas y diferentes culturas políticas y religiosas. Adicionalmente, entre estos sub-sistemas y dentro de cada uno de ellos se desarrollan constantemente tendencias antagónicas que hacen prácticamente imposible la homogeneidad.
Las sociedades modernas constituyen, desde esta perspectiva, contextos propicios para la activación de relaciones múltiples de complementariedad / competencia entre el orden y el desorden, con riesgo permanente de desregulación del conjunto tanto por efecto de tendencias antagónicas internas, capaces de afectarse recíprocamente, como por el potencial destructivo de factores externos al estilo de desastres ecológicos y conflictos bélicos. Es precisamente en este marco donde el concepto de crisis cambia de significación, al desplazarse desde la idea originaria de “decisión” o momento revelador de las fuerzas latentes, a la noción de incertidumbre o indecisión que imposibilita las soluciones. Si bien es cierto que la crisis sigue siendo el instante crucial que pone de manifiesto lo que en fases previas de aparente normalidad permanece invisible, hoy se considera que la crisis emerge cuando el orden establecido se enfrenta a retos sin respuestas conocidas dentro de los parámetros normales de funcionamiento.
En este punto, la Ciencia de las crisis se apoya en el concepto de double-bind (doble lazo), formulado por el antropólogo británico Gregory Bateson (Reynoso, 1999; Winkin, 1984) para describir las paradojas o callejones sin salida de la comunicación patológica, con el objeto de explicar los fenómenos de desorganización o transformación social. En efecto, la saturación, en un momento dado, de eventos del tipo double-bind generaría tanto las coyunturas críticas por ausencia de solución como la aparición súbita de modificaciones evolutivas o cambios estructurales en los patrones de regulación.
En cierto sentido las crisis comportan dos formas distintas de muerte. Por una parte, la entropía o regreso al desorden de los elementos constitutivos del sistema y, por la otra, la “rigidez cadavérica” o retorno de las causalidades mecánicas. Toda crisis es ambivalente en su estallido liberador de las energías destructivas y, al mismo tiempo, de las fuerzas regenerativas de la vida. Mientras mayor sea su severidad, habrá que profundizar más en la búsqueda de su núcleo internándose en los niveles raigales del dispositivo de regulación.
Con frecuencia, la salida de la crisis es al mismo tempo progresiva y regresiva. Como en todas las situaciones aleatorias hace posible, por su incertidumbre, el éxito de estrategias innovadoras que, en condiciones normales, no tendrían ninguna posibilidad de desarrollo. Pero en su faceta regresiva, puede provocar intentos de anulación de las tendencias adversas al orden regulatorio y hasta de aniquilación física de las desviaciones de la norma. Así mismo puede activar el recurso al ritualismo y a la sanción pública de las desviaciones como mecanismos elementales para la resolución de conflictos.
La diferencia fundamental entre las nociones de crisis y evolución radica en el carácter puntual de la primera, delimitada en el tiempo por una fase previa y otra posterior de relativa estabilidad o normalidad. Desde esta perspectiva, las crisis pueden considerarse como momentos clave en la definición del sentido de los procesos evolutivos. En palabras de Morin (1995: 172):
La crisis revela aquello que estaba escondido, latente y virtual, en el seno de la sociedad (o del individuo): los antagonismos fundamentales, las rupturas sísmicas subterráneas, la marcha oculta de las nuevas realidades; y al mismo tiempo, la crisis nos ilumina teóricamente la parte sumergida de la organización social, las capacidades de supervivencia y de transformación.LA IMPRONTA CULTURAL
Fue Konrad Lorenz quien, desde el terreno de la etología, propuso inicialmente el concepto de impronta (imprinting) para referirse a la huella imborrable que dejan las primeras experiencias de la vida en la memoria del animal joven. A este respecto, son de sobras conocidas las observaciones sobre la conducta de los pájaros recién nacidos que reconocen de forma duradera, como si de su madre se tratase, al primer ser vivo que logran percibir al salir de su cáscara. De acuerdo con Morin (1992), existiría también en la especie humana una impronta cultural, que se fijaría en la memoria desde el nacimiento, con los valores y representaciones esenciales transmitidos al sujeto por la familia, la escuela y, en su vida adulta, por las experiencias acumuladas durante los estudios superiores o el ejercicio profesional.
La impronta cultural es una pieza clave para la comprensión del conformismo cognitivo o apego a los esquemas de conocimiento y valoración establecidos. En modo alguno debe pensarse que un mayor grado de educación formal trae consigo, necesariamente, una relajación o disolución de este conformismo. Al contrario, cierta evidencia empírica parece demostrar que los estratos bajos de la organización social manifiestan un grado de impronta y normalización más bien leve en comparación con los estratos superiores o privilegiados. Sin embargo, en este punto nos sentimos obligados a expresar nuestro desacuerdo con la afirmación de Morin según la cual “el imprinting y la normalización aumentan al mismo tiempo que aumenta la cultura” (1992: 28).
En nuestro criterio, Morin incurre aquí en el error de considerar a la cultura de élite como la cultura por antonomasia, contradiciendo su afirmación acerca del carácter policultural de las sociedades modernas. En este caso, lo adecuado habría sido admitir la existencia de diferentes sub-sistemas culturales en los estratos bajos, medios y altos y no asumir que el ascenso en la escala social es correlativo con un incremento de la cultura del sujeto. Probablemente estemos aquí en presencia de cierto prejuicio clasista, latente en su elaboración teórica, si tomamos en consideración que Morin tampoco incluye a la cultura popular en la triple división de la cultura (científica, humanística y de masas) esbozada en su Sociología (1995: 141-144). En todo caso, resultaría más preciso relacionar el conformismo cognitivo bien con la magnitud de los intereses económicos y del poder político o bien con la esclerosis del sistema educativo, que ha sido otra de las grandes preocupaciones de este autor.
LAS DISTORSIONES DE LA PERCEPCIÓN
La impronta cultural ejerce un efecto modelador sobre la totalidad del aparato perceptual-cognitivo-valorativo del sujeto, a tal punto que “hace incapaz de ver otra cosa que lo que hay que ver” (Morin, 1992: 29). Incluso en contextos en los que la conformidad y las interdicciones aprendidas se muestran debilitadas, la impronta opera a la manera de un filtro perceptual que nos lleva a desestimar automáticamente cualquier posición contraria a nuestras creencias, y a ignorar cualquier dato incompatible con nuestras convicciones o proveniente de fuentes valoradas por el grupo como inapropiadas o negativas.
La impronta determina entonces el campo de las verdades posibles, e impone su inercia a las conciencias normalizadas aun cuando los cambios incesantes del entorno natural o cultural hayan convertido esas verdades en creencias insostenibles. En este sentido, en palabras de Morin, “la alucinación que hace ver lo que no existe se une a la ceguera que oculta lo que existe” (ibid.).
Todo un entramado de mecanismos intimidatorios, sutiles o violentos, obliga a guardar silencio a quienes sienten dudas o quisieran expresar su desacuerdo con las creencias compartidas por el grupo [1]. El carácter aparentemente inconmovible de tales dispositivos de normalización genera una serie de interrogantes frente a los potenciales o efectivos desórdenes que periódicamente introducen desviaciones y cambios en el seno de la vida social. La acción complementaria y antagónica de tales eventos disruptivos lleva a Morin a introducir la idea de un principio de incertidumbre sociológica, análogo al postulado por Heisenberg en el terreno de la física subatómica. Del mismo modo, lo obliga a preguntarse por las complejidades del cerebro y la cultura de la especie humana que hacen posibles semejantes saltos en los determinismos regulatorios. Y, al mismo tiempo, la dialéctica del cambio social lo trae de vuelta a un territorio ya transitado por el marxismo, generándole cuestionamientos como el siguiente: “¿Es preciso el hundimiento de un poder de casta o de clase para que se hunda un modo de conocimiento?” (1992: 30).
CALOR CULTURAL Y DESVIACIONES
Otra metáfora crisisológica descriptiva de los fenómenos antropo-sociales es el concepto de calor social, construido por analogía con la noción termodinámica de calor. Así como el calor físico se explica a partir de la agitación molecular y las colisiones entre partículas, del mismo modo la magnitud del calor cultural estaría relacionada con la intensidad / multiplicidad de las interacciones sociales, los antagonismos grupales y el choque entre ideologías, creencias y opiniones disímiles.
La acción local de modos de conocimiento y acción desviados de la norma, al debilitar la normalización y provocar alteraciones de la impronta, contribuye a la evolución innovadora en la medida en que las desviaciones focalizadas consiguen transformarse en tendencias. Por lo general, este proceso se inicia con la gestación de las nuevas ideas en el seno de un pequeño grupo que sirve de “caldo de cultivo” y actúa como foco de irradiación de los “fermentos”. Progresivamente, si las condiciones son propicias, la multiplicación de los fermentos puede hacer que la desviación se transforme en tendencia. Y más adelante, en caso de que la expansión de la tendencia se afiance, esta última puede convertirse en ortodoxia e imponer, en su momento, una nueva normalización y una nueva impronta cultural en el espacio social correspondiente.
Un investigador pionero de estos procesos de cambio cultural fue el ya mencionado fundador de la antropología sistémica Gregory Bateson, sobre quien Morin ha expresado lo siguiente:
Son raros los que, en las ciencias antroposociales, han sabido, como Gregory Bateson, concebir el rol iniciador de una pequeña diferencia, es decir de una pequeña desviación con respecto a la norma, como desencadenante de cismogénesis y, correlativamente, de morfogénesis.En virtud de este reconocimiento explícito a la trascendencia de los aportes de este investigador inglés, dedicaremos unos párrafos a la revisión de sus ideas fundamentales y a la evolución posterior de las mismas a través de las contribuciones de sus continuadores.
EL LEGADO DE BATESON
El término cismagénesis (o esquismogénesis) corresponde a uno de los conceptos clave acuñados por Gregory Bateson (Reynoso, 1999; Winkin, 1984). Éste lo usó para explicar el comportamiento colectivo de la tribu de los Iatmul en su libro Naven (1936), donde expuso su estudio antropológico de esta tribu de Nueva Guinea a la que definió como un pueblo altivo y soberano. Los Iatmul habitaban en poblados divididos en clanes familiares muy complejos que rivalizaban con frecuencia entre sí, entrando con facilidad en escaladas de hostilidad. Una de las costumbres de los Iatmul que más llamó la atención de Bateson fue la exhibición en sus ceremoniales, colgando de su cuerpo, de cabezas disecadas de personas cuyo número era un indicativo del prestigio social del portador. Bateson se preguntó cómo un pueblo tan belicoso, donde la agresividad era muy valorada socialmente, podía vivir unido. En otras palabras, cómo las tendencias a la disgregación (cismagenéticas) podían compensarse para conseguir la suficiente cohesión social (homeodinamia). La respuesta que halló fue que el control inhibitorio necesario para moderar la retroalimentación autorreforzadora de la hostilidad se conseguía a través de una ceremonia ritual denominada Naven, que se llevaba a cabo con frecuencia y ante cualquier pretexto. En ella, todo el poblado participaba, intercambiándose los roles, travistiéndose y riéndose desenfadadamente unos de otros. Este ritual carnavalesco constituía un contrapunto relajadoramente equilibrante de las tensiones habituales, permitiendo al poblado restaurar un grado suficiente de armonía.
Tal y como lo señalan García, González y Talavera (1999), antes de definir con mayor precisión las nociones de homeostasis, homeodinamia y cismagénesis es conveniente hacer referencia al concepto precedente de retroalimentación, retroacción o feed-back. Se trata de un vocablo que alcanzó gran popularidad a raíz de la publicación, en 1948, del libro Cybernetics de Norbert Wiener (Rosnay, 1977). Wiener definió la retroalimentación, influido por la idea de homeostasis concebida por el fisiólogo Walter Cannon, como un procedimiento de autorregulación de los sistemas basado en el procesamiento de información sobre los resultados de su propio desempeño. Cuando esta dinámica genera, ante el impacto de perturbaciones exógenas o endógenas, respuestas adaptativas tendientes a contrarrestar las desviaciones y mantener la estabilidad del sistema, estamos en presencia de un circuito de retroalimentación negativa. En cambio, cuando la desviación se amplifica por la acción misma del sistema y la acción transformadora resulta así fortalecida, se trata de un circuito de retroalimentación positiva. En el primer caso, el proceso es de naturaleza autocorrectiva (como sucede con el termostato que activa o desactiva el flujo de corriente eléctrica a través de la resistencia de un calentador, para evitar que el agua se enfríe o se caliente más allá de ciertos límites preestablecidos); en el segundo caso, se trata de una dinámica autorreforzadora (como sucede con la bola de nieve que a medida que rueda por una ladera arrastra una cantidad de nieve cada vez mayor).
Cannon desarrolló el concepto de homeostasis a partir de la comparación entre las estrategias regulatorias de las máquinas de vapor y los organismos vivos. Con todo, su idea apuntaba a comportamientos correctivos de las desviaciones mediante patrones de retroalimentación negativa, orientados al logro de equilibrios estáticos y estados estacionarios, propios del funcionamiento de máquinas diseñadas para operar permanentemente en las mismas condiciones. Los seres vivientes, en cambio, poseen la capacidad de modificar, hasta cierto punto, su estructura organizativa y sus pautas de funcionamiento mediante estrategias de retroalimentación positiva. Esta última propiedad, característica de los sistemas biológicos, fue bautizada como morfogénesis por el matemático y epistemólogo Magoroh Maruyama (Reynoso, 1999).
La facultad de dar respuesta a las perturbaciones provenientes del entorno evitando la desestabilización y, al mismo tiempo, utilizarlas para aprender y transformarse con fines adaptativos, recibe el nombre de homeodinamia (García, González y Talavera, 1999). Se trata de un programa de acción en el que la retroalimentación positiva y la retroalimentación negativa se complementan, hasta lograr un cierto equilibrio entre la homeostasis y la morfogénesis que hace posible la evolución gradual de sistema.
La última opción a la que haremos referencia en esta síntesis, es aquella que se manifiesta cuando la dinámica autorreforzadora o estimulatoria supera abiertamente a las respuestas autocorrectivas o inhibitorias. Aquí suelen presentarse curvas de retroacción positiva que se amplifican hasta hacer imposible su contención mediante repuestas de retroacción negativa. Este es el tipo de pauta de comportamiento que Bateson denominó, como se señaló más arriba, cismagénesis o esquismogénesis. Su desarrollo desemboca en el descontrol del sistema y la aparición de fracturas o cismas en su seno, como las que, por ejemplo, suceden ocasionalmente al interior de partidos políticos u organizaciones religiosas que se dividen en dos o más bandos irreconciliables, a pesar de que hasta hace poco se comportaban como estructuras unitarias aparentemente estables. Los procesos cismagéneticos o generadores de cismas y conflictos por lo general se desarrollan mediante pautas de interacción acumulativa (Capriles, 1988), en las que la acción agresiva de una de las partes da pie a una respuesta mayor por parte del contrario, que a su vez provoca una reacción todavía más severa por parte del primer actor y así sucesivamente hasta causar la desintegración del sistema.
Vale la pena mencionar que Bateson corroboró, mediante observaciones de campo, la existencia de procesos tanto cismagenéticos como morfogenéticos no sólo en comunidades humanas como los Iatmul de Nueva Guinea, sino que además enriqueció sus elaboraciones teóricas con diversas investigaciones sobre el comportamiento animal. En su libro Metálogos (1982) refiere un ejemplo de cismagénesis complementaria entre animales, en el que se neutraliza la potencial destrucción implicada en una secuencia de interacciones acumulativas mediante la retroacción negativa. Se trata de la típica respuesta del perro pequeño que, ante el ataque de uno mayor, se echa de espaldas y permite que el agresor lo muerda en el cuello sin dañarlo, enviándole una señal de subordinación que pone fin a la pelea.
EL CONTEXTO LATINOAMERICANO
Pasaremos de inmediato a analizar, utilizando como guía el marco teórico y metodológico aquí esbozado, las especificidades de la actual crisis sociopolítica de Venezuela, no sin antes echar una mirada sobre los procesos de alcance mundial y continental que le sirven de contexto.
LA INCERTIDUMBRE DEL ACTUAL CICLO RECESIVO
Mucho se ha escrito acerca del carácter cíclico de la dinámica económica internacional. Sin embargo, la onda recesiva por la que atraviesa el mercado global desde hace varios años, parece desafiar todas las previsiones teóricas acerca de su duración y profundidad. En un artículo dedicado especialmente a este tema, el economista brasileño Theotonio Dos Santos (2002) corrigió el pronóstico acerca del fin de la recesión mundial que él mismo formulara a principios de los 90, cuando el repunte en el crecimiento norteamericano, reflejado sobretodo en la espectacular escalada de las acciones tecnológicas en Wall Street, hizo pensar tanto a los defensores del libre mercado como a sus críticos marxistas que una nueva era de crecimiento económico generalizado había comenzado, sin sospechar siquiera que una gigantesca estafa contable se ocultaba detrás de esta burbuja bursátil, como se descubriría posteriormente a raíz de la quiebra de Enron y otras corporaciones. En consecuencia, el analista brasileño se vio obligado a corregir las predicciones formuladas una década antes, aduciendo que la recuperación que debió despegar definitivamente en los noventa, se malogró por el retraso de la Reserva Federal estadounidense en disminuir las tasas de interés que, como es sabido, fueron reducidas, en el plazo de un año, del 6,5% al 1,75%. Con este razonamiento, de inesperado talante monetarista, Dos Santos justificaba el desacierto de sus previsiones, fundamentadas en la teoría de los ciclos largos del marxista ruso Nikolai Kondratieff (1892-1938).
En efecto, Kondratieff refutó hacia 1920 el dogma de la decadencia inevitable del capitalismo defendido por los partidarios de la III Internacional, argumentando, con base en sus estudios sobre el comportamiento de los precios durante el siglo XIX, que el sistema capitalista mundial fluctuaba de acuerdo con ciclos largos de expansión y contracción con una duración aproximada de 55 años. La investigadora venezolana Edna Esteves (1998) sostiene que los tres últimos ciclos de este tipo (cada uno con sus cuatro fases de auge-crisis-depresión-recuperación) han tenido lugar entre 1848 y 1896, el primero; entre 1896 y 1944, el segundo; y entre 1944 y 2002, el último. De manera que, según este esquema, la fase de recuperación con la que llegaría a su fin la última de estas ondas ya debiera estar en marcha. Sin embargo, la recesión sincronizada en la que aún están inmersos los diferentes bloques geoeconómicos del sistema capitalista mundial parece contradecir las tesis de estos autores, quienes además discrepan entre sí en la periodización de la actual fase depresiva, pues para Theotonio Dos Santos la economía debió "despegar a partir del 94, de acuerdo con los ciclos largos de Kondratieff" (2002).
Lo más llamativo de la argumentación de Dos Santos es su imbatible optimismo, pues a pesar de este retraso de una década en el despegue del mercado mundial, todavía asegura que "una de las ventajas del período de reinicio del crecimiento ha sido el redespertar de las organizaciones sociales y partidos de los trabajadores, estimulados por la perspectiva de baja del desempleo y de aproximación de una situación de pleno empleo". Lamentablemente, las noticias según las cuales el "paro" ha alcanzado su nivel más alto en veinte años en los Estados Unidos (Wall Street Journal, 17 de mayo de 2002) y el más alto en Japón en medio siglo (BBCmundo.com, 29 de enero de 2002), parecen echar por tierra su pronóstico. Con todo, resulta interesante constatar que, por una de esas paradojas del pensamiento postmoderno, el iluminismo marxista de Theotonio Dos Santos coincide con las predicciones que otrora formulara el más reputado de los neoliberales latinoamericanos, según lo recogió en su edición del 13 de marzo de 1997 el mismo diario WSJ, en un artículo titulado: "El mundo entra en una nueva era de crecimiento" (¡publicado justo tres meses antes del estallido de la crisis asiática!). En efecto, en este extraordinario testimonio periodístico de la capacidad ficcional de los managers de la economía globalizada se lee: "Domingo Cavallo, el arquitecto de la recuperación económica de Argentina, hace eco de esta noción. 'Hemos entrado a una edad de oro que durará décadas', dice. Pronostica que 'los historiadores van a considerar los años 90 como el momento en que se inició esa era'."
En vista de tantas alucinaciones, sólo cabe pensar que el teórico brasileño debió de basar sus expectativas en torno a la inminencia del pleno empleo, en el olvido de un fenómeno crucial dentro de la sociedad de la información: el incremento sin precedentes de la productividad alcanzado en las últimas dos décadas, como resultado de la innovación tecnológica (o en otras palabras: mayor producción con menos empleos y salarios más bajos). Probablemente ésta sea también una de las causas principales de la inusitada extensión de la fase recesiva del último ciclo Kondratieff, sobre cuyo final no se ponen de acuerdo los autores [2]. Al contrario, pareciera que la vieja tesis de la III Internacional intentara renacer de sus cenizas en las observaciones de algunos estudiosos del capitalismo globalizado, posterior a la Guerra Fría, para los cuales: "El peligro no es que el capitalismo implosione como lo hizo el comunismo. Sin un competidor viable hacia el cual la gente se pueda volcar si no está satisfecha con el trato que recibe del capitalismo, este último no se puede autodestruir. Las economías faraónica, romana, medieval y de los mandarines tampoco tenían competidores y se estancaron durante siglos hasta que finalmente desaparecieron. El estancamiento y no la implosión es el peligro". Así lo afirma el decano de la Sloan Business School del MIT y miembro del Consejo Editorial de The New York Times, Lester Thurow (1996: 340), una autoridad en temas económicos nada sospechoso de ser un nostálgico de aquel optimismo revolucionario de la III Internacional.
CRISIS ECONÓMICA E INGOBERNABILIDAD
Paralelamente con esta debacle económica generalizada, se ha venido extendiendo una onda de perturbación sociopolítica que ha sido interpretada, por el discurso de las instituciones dominantes, como un asunto de gobernabilidad. Se trata de un concepto que comienza a utilizarse y a hacerse operativo, en el seno de los organismos financieros internacionales, a partir de la década de los noventa, en respuesta a la inestabilidad creciente de las democracias del tercer mundo amenazadas, presumiblemente, por la corrupción administrativa, las tensiones sociales y la violencia política. El Grupo de Gobernabilidad del Instituto del Banco Mundial (fundado, por cierto, hacia 1994), la define como el conjunto de "instituciones y tradiciones por las cuales el poder de gobernar es ejecutado para el bien común de un pueblo. Esto incluye (i) el proceso por el cual aquellos que ejercen el poder de gobernar son elegidos, monitoreados y reemplazados, (ii) la capacidad de un gobierno de manejar efectivamente sus recursos y la implementación de políticas estables, y (iii) el respeto de los ciudadanos y el estado hacia las instituciones que gobiernan las transacciones económicas y sociales para ellos" (Instituto del Banco Mundial, 2002).
Se trata, en el terreno de la semántica política, de un término cuyo significado se capta mejor al contrastarlo con el de su antónimo, es decir, la ingobernabilidad; la cual podemos perfectamente caracterizar colocando el signo negativo a las tres proposiciones anteriores. De esta manera, se dirá que una nación padece el indeseable atributo de la ingobernabilidad cuando: (i) se violenten los mecanismos democráticos de elección, control y reemplazo de los gobernantes, (ii) el gobierno sea incapaz de implementar políticas estables, y (iii) los ciudadanos y/o el estado no respeten a las instituciones reguladoras del orden económico y social vigente. En pocas palabras, ingobernabilidad sería sinónimo de autoritarismo, inestabilidad y anomia.
En el caso específico de América Latina, pocas naciones escapan a este calificativo. Sin embargo, habría que preguntarse también por qué es precisamente en la década de los noventa cuando se activan los mecanismos de apuntalamiento de la gobernabilidad, por parte de organismos multilaterales como el BM, el FMI, el BID y la OEA. Nosotros nos atrevemos a sostener la siguiente hipótesis: la preocupación mundial por la gobernabilidad constituye una respuesta institucional o ajuste homeostático del capitalismo globalizado para hacer frente a la inestabilidad económica, política y social agudizada en el mundo en desarrollo a partir de la década de los noventa, como resultado de las políticas neoliberales promovidas a escala planetaria por los organismos financieros internacionales. Tres factores concurren para provocar esta respuesta: en primer lugar, el fin del ciclo de crecimiento económico ininterrumpido que se inició después de la Segunda Guerra Mundial y se revirtió a partir de la subida de los precios petroleros de principios de los setenta, dando paso a una onda larga recesiva que aún no toca fondo; en segundo término, el derrumbe de la Unión Soviética y el consiguiente ablandamiento de los mecanismos internos del capitalismo occidental para contrarrestar las desigualdades sociales provocadas por su dinámica económica (el fin del Estado de bienestar); y, por último, la aparición de movimientos postsoviéticos de izquierda, que comienzan a ser percibidos como alternativas políticas legítimas por los pobres y excluidos de la era neoliberal (por ejemplo el EZLN en México, la CONAIE en Ecuador, la Revolución Bolivariana en Venezuela, los piqueteros argentinos, el activismo de los cocaleros bolivianos representados por Evo Morales y el movimiento de los Sin Tierra en el Brasil, entre otros).
Otro indicio interesante de que el déficit de gobernabilidad no es más que un eufemismo para designar la última crisis sistémica del capitalismo globalizado, es el resurgimiento, en este mismo período, de la extrema derecha europea, como se ha podido constatar en Austria, Alemania, Holanda, Bélgica y en Francia, con el controvertido liderazgo de Le Pen. Evidencia que también comienza a manifestarse en América Latina (donde se pensó que con el fin de las dictaduras del Cono Sur la extrema derecha había quedado invalidada políticamente), como lo expresan los inquietantes signos presentes en el fugaz golpe de estado del 11 de abril de 2002 en Venezuela, y la orientación ideológica de los planes anunciados por los gobiernos de Uribe Vélez en Colombia y el depuesto presidente Sánchez de Lozada en Bolivia. No se olvide que los grandes adversarios históricos del llamado capitalismo democrático de Occidente, como lo fueron el comunismo y el fascismo, cobraron auge precisamente durante otro de los grandes períodos críticos en la evolución del liberalismo económico. Nos referimos a la Gran Depresión o el ciclo recesivo por el que atravesó el sistema capitalista mundial entre las dos grandes guerras de principios del siglo XX (Gombeaud y Décaillot, 2000; Krugman, 2000).
LA EVOLUCIÓN POLÍTICA DEL CONTINENTE
El ciclo recesivo por el que atraviesa el conjunto de la economía mundial ha venido intensificando las señales de descontrol de los sistemas formalmente democráticos, instalados en la región en sustitución de los regímenes dictatoriales prevalecientes durante el pasado siglo. Después de la llamada “crisis de la deuda” de la década de los ochenta, se han agravado sensiblemente las desigualdades en la distribución de la riqueza y emergen tendencias antagónicas, tanto progresivas como regresivas, en medio de una fase de inestabilidad institucional (Vargas, 2003) cuyo síntoma más visible ha sido la ola de destituciones o renuncias forzadas de los presidentes de varias naciones: Collor de Melo en Brasil en 1992; Carlos Andrés Pérez en Venezuela en 1993; Abdalá Bucarán en 1997, Jamil Mahuad en 2000 Y Lucio Gutiérrez en 2005 en Ecuador; Alberto Fujimori en Perú en 2000; Fernando De la Rúa en Argentina en 2001 y Sánchez de Lozada en Bolivia en 2003.
En el plano de los discursos definitorios de las políticas económicas, básicamente dos tendencias, aparentemente enfrentadas, compiten por orientar el rumbo de nuestros países. Por una parte, a la derecha del espectro, los defensores del libre mercado intensifican todos sus esfuerzos para concretar un área de libre comercio continental, que extendería a la totalidad de las naciones latinoamericanas los beneficios que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte presuntamente le ha brindado a México, desde su entrada en vigencia el 1 de enero de 1994. Liberalización del comercio, privatización de empresas estatales, dolarización y flexibilización laboral son los puntales del programa económico de este proyecto político-económico, impulsado desde Washington para hacerle contrapeso a la presencia de la Unión Europea y Asia como bloques competidores en la escena internacional. En la práctica, estos lineamientos se han venido concretando a través de los planes económicos adelantados en los últimos años por los gobiernos de Chile, El Salvador, Ecuador, Argentina y Colombia, entre otros, y están a la espera de su consolidación continental por medio de la instauración del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), en un principio prevista para enero de 2005 pero pospuesta indefinidamente a raíz de la resistencia ejercida por el MERCOSUR y Venezuela, como quedó evidenciado en la reciente Cumbre de Mar del Plata.
Por otro lado, los representantes de la izquierda ven con preocupación las amenazas a la soberanía económica, política, militar y cultural de nuestros países contenidas en el programa neoliberal. En efecto, las políticas orientadas al libre mercado que, bajo la tutela del FMI, se pusieron en práctica durante las dos últimas décadas en casi todo el continente, dejaron graves secuelas constatables en la caída del crecimiento, la venta en baratillo de las industrias nacionales al capital multinacional, el aumento del desempleo, el endeudamiento crónico y el agravamiento de las desigualdades sociales. Todo lo cual ha traído como consecuencia la creciente inestabilidad política ya mencionada y el surgimiento de liderazgos alternativos, en un contexto donde el escepticismo y la violencia comienzan a convertirse, para muchos, en la única carta disponible sobre la mesa de juego. Para dar respuesta a esta situación, la izquierda emergente retoma las banderas del fortalecimiento de la acción del Estado, con el fin de atender las urgentes necesidades sociales que el mercado por sí solo ha sido incapaz de satisfacer; y busca fortalecer los pactos económicos regionales como el Mercosur, para contrarrestar la embestida del capital estadounidense implícita en la propuesta del ALCA (si bien, conceptualmente, tanto el Mercosur como el ALCA son proyectos orientados a la apertura de los mercados nacionales, es decir, globalizadores). En las filas de esta izquierda hay que colocar, al menos por sus declaraciones públicas, a la Revolución Bolivariana del presidente Chávez; las posiciones iniciales, ahora más moderadas, de Lula Da Silva en el Brasil; los movimientos insurgentes de Colombia y México; las organizaciones indígenas y campesinas de Ecuador y Bolivia; la resistencia popular contra la privatización de los servicios públicos en Arequipa (Perú) y Cochabamba (Bolivia) y las protestas masivas de la población argentina contra las políticas económicas del depuesto De la Rúa y de Francisco Duhalde, que forzaron el posterior viraje hacia la centro-izquierda del peronista Néstor Kirchner.
De cara a esta compleja situación en la que emergen por todo el continente movimientos tan heterogéneos como el zapatismo, la revolución pacífica venezolana, la organización de los cocaleros bolivianos, los piqueteros argentinos o las FARC, unificados fundamentalmente por su oposición visceral a las políticas neoliberales; cabe preguntarse si la demarcación clásica entre derecha e izquierda es suficiente para caracterizar la naturaleza y los fines de estos nuevos protagonistas de la escena política latinoamericana. Pues es obvio que el énfasis en el estado o el mercado como factor privilegiado para la motorización del desarrollo, ya no es una categoría eficaz para precisar conceptualmente afiliaciones y oposiciones. Piénsese, por ejemplo, en la lucha de los campesinos cultivadores de coca en Bolivia, enfrentados a un Estado aliado del imperialismo en la lucha para erradicar la producción de la droga. ¿No sería justo decir que su reclamo está más cerca de los principios del libre mercado que del control estatal de la producción? Y algo más grave aún: ¿pueden, en este momento, los programas tradicionales de la derecha y la izquierda ofrecer soluciones de fondo a las severas tensiones que amenazan con el estancamiento crónico al sistema capitalista a escala planetaria? Lo único claro es que la debacle del paradigma industrial-desarrollista de la modernidad, constituye una circunstancia inédita que ha dejado al desnudo la impotencia teórica y la ineficacia práctica tanto de la gerencia neoliberal como de la burocracia de filiación marxista, a la hora de dar respuesta a las demandas de las grandes mayorías empobrecidas del continente.
EL NUEVO CONTENIDO DE LAS LUCHAS SOCIALES
En su libro Terre-Patrie (1993) Morin reconoció la existencia de dos grandes vertientes dentro de la mundialización. Por un lado, hay una globalización de las comunicaciones y los intercambios que está haciendo posible el surgimiento de un civismo planetario y de una nueva conciencia de la unidad de la especie, basada en el respeto a la diversidad cultural. Por otra parte, hay una globalización homogeneizadora de las culturas, surgida de la mecanización de la producción y el consumo y de la búsqueda ciega del beneficio económico. Esta perspectiva permite comprender mejor la nueva configuración de los antagonismos generados en esta fase globalista del capitalismo, en la que formas inéditas de organización de la acción colectiva denotan la aparición de actores y necesidades distintos, ante los cuales las viejas categorías descriptivas de los fenómenos sociopolíticos se han tornado obsoletas. Se trata de comprender que, en los albores del tercer milenio, nos hallamos en medio de unas crisis civilizatoria de la cual está emergiendo una constelación de valores y una estructura de las relaciones sociales cualitativamente distintas a todas las conocidas hasta el presente. Y nada expresa mejor, en el terreno de los hechos, la naturaleza de las contradicciones dinamizadoras de esta transición, que la reiterada oposición a los acuerdos establecidos a puerta cerrada por el Grupo de los Siete, por parte de la inmensa variedad de agrupaciones civiles congregadas bajo el rótulo del movimiento antiglobalización. De modo que hoy resulta inevitable reconocer la irrupción de nuevas configuraciones del poder político, distintas a los tradicionales partidos, que oponen a la acción de las instituciones defensoras de los intereses del capital globalizado como la OMC, el BM o el FMI; la protesta masiva de una amplia gama de sectores afectados por los mecanismos de concentración de la riqueza, exclusión social, homogeneización cultural y destrucción ecológica, propios de la lógica unidimensional del mercado.
Paralelamente, al interior de cada país, comienzan a cobrar cuerpo nuevas estrategias de participación colectiva, caracterizadas, como lo ha señalado James Petras (1999, 2002), por la movilización más bien espontánea de grandes multitudes carentes de organización jerárquica o partidista y escépticas frente al discurso político institucionalizado. Son fenómenos efervescentes impulsados por demandas de contenido social, económico, étnico, político o cultural, que están desplazando a los viejos esquemas de participación intermitente típicos de las rutinas electorales, por una dinámica de participación continua que está modificando la esencia misma de la gestión política contemporánea (Rodotà, 2000). Los casos recientes de movilizaciones masivas acontecidos en Argentina, Brasil, Venezuela, México, Ecuador, Perú y Bolivia, corroboran estas apreciaciones. En consecuencia, el pensamiento contestatario emergente, percibido como desviación amenazante por las élites tradicionales, deberá rastrearse no tanto en los manuales clásicos del pensamiento marxista, sino en las declaraciones emitidas por una gran variedad de organizaciones civiles, sindicales, ecológicas, indígenas y campesinas articuladas en redes al estilo del Foro Social Mundial, que han alcanzado cierta resonancia internacional a través de su oposición activa y multitudinaria a las políticas impuestas a los gobiernos de la región por las agencias multilaterales del capitalismo globalizado, como quedó evidenciado recientemente en las acciones de protesta desarrolladas en Cancún, Porto Alegre y Buenos Aires. También es necesario, para profundizar en los planteamientos de esta nueva izquierda, analizar las formulaciones de aquellos de sus representantes que, desde el gobierno o la oposición, han asumido roles protagónicos en el debate político interno de cada nación.
Una revisión crítica de estos contenidos permite señalar que más allá de las demandas tradicionales de empleo, vivienda, educación y salud, expresadas sobre todo por los representantes de las clases medias empobrecidas por la crisis; sobresale la búsqueda de un modelo de desarrollo equitativo, respetuoso del contexto ecológico y las raíces culturales de cada pueblo, que posibilite la construcción de alternativas viables frente al callejón sin salida de la mundialización capitalista. En consonancia con este planteamiento, surge también la aspiración de democratizar la producción y el uso de las tecnologías a través de su apropiación activa por parte de las comunidades organizadas y no mediante su consumo pasivo en el seno de un mercado inaccesible para las mayorías. Adicionalmente, se asume la defensa de la soberanía política, territorial, económica, lingüística y cultural de los pueblos indígenas; así como la concreción de la vieja promesa de una reforma agraria sustentable, que garantice la prosperidad para los pobres del campo; como objetivos fundamentales de las luchas sociales del continente. Pero tal vez el rasgo más característico y abarcante, sea el avance de inéditas manifestaciones de la democracia directa que, progresivamente, han venido deslegitimando a las instituciones tradicionales de la democracia representativa (Dieterich et al., 2000).
En todo caso, se trata de tendencias en gestación que se perfilan en su conjunto como elementos esenciales de un paradigma sociopolítico alternativo, que no sería exagerado calificar como un nuevo proyecto civilizatorio, por la profundidad de las transformaciones que está provocando en la lógica social, económica, tecnológica, política, militar, espiritual y cultural del capitalismo globalizado; incluso más allá de las limitaciones teóricas para la interpretación de estos procesos de cambio, que puedan hacerse patentes en el discurso explícito de sus actores protagónicos.
LA REVOLUCIÓN BOLIVARIANA
El 27 de febrero de 1989 afloró cruentamente en Venezuela una evidencia de la profunda crisis que conmovería los cimientos de la estructura institucional imperante desde 1958. Se trató de una explosión colectiva que marcó el rumbo de las posteriores transformaciones políticas, económicas, sociales, jurídicas, militares y culturales que se desencadenarían en los albores del siglo XXI. La revuelta popular del 89 resulta así la primera manifestación de masas en la que irrumpe el nuevo contenido de las luchas sociales que hoy se extienden por todo el continente, durante esta era hegemónica del paradigma globalista neoliberal impuesto por los organismos financieros internacionales, a partir de la década de los setenta, con el globo de ensayo de la dictadura pinochetista. El 89 es también el año en que se derrumba el colectivismo burocrático instaurado en los países del Este desde la segunda década del pasado siglo; señalando una transición histórica que cristalizaría simbólicamente en la demolición del Muro de Berlín, inmediatamente capitalizada como emblema del triunfo planetario del pensamiento único por los propagandistas del neoliberalismo.
El ejemplo que Caracas dio en aquel instante, seguida por las principales ciudades del país, rubricó con la ofrenda de más de tres mil víctimas, entre muertos y desaparecidos, una verdad incontrovertible que, en la siguiente década, mostraría su rostro descarnado por todos los rincones de la Tierra: la deslegitimación de la ideología neoliberal como marco regulatorio de las relaciones sociales, tanto al interior de las naciones como a escala internacional. Un descrédito que sería puesto definitivamente en evidencia por una serie de colapsos económicos interdependientes como las crisis asiática, mexicana, rusa y brasileña; la quiebra de Argentina; la caída sincronizada de las bolsas de los países industrializados; la recesión crónica que azota a los mercados globales y las guerras petroleras de la dinastía Bush.
En consecuencia, para comprender a cabalidad el sentido profundo de las convulsiones sociopolíticas que hoy sacuden al país y al continente, es necesario abordar el asunto desde una perspectiva histórica y contextual, que nos permita vislumbrar el modo en que el proceso de desarticulación y reestructuración del tejido institucional de nuestras sociedades, responde a una dinámica colectiva que trasciende las especificidades del liderazgo controversial del presidente Chávez o el carisma personal de Lula. Lo que está en juego es, desde esta perspectiva, una confrontación abierta entre los valores y las estructuras dominantes del capitalismo globalista en crisis y la emergencia, aún en gestación, de instituciones alternativas –no necesariamente anticapitalistas- que den respuesta a las urgentes necesidades de las grandes mayorías castigadas por la exclusión, la desigualdad y la falta de oportunidades.
Es importante recordar, aunque sea someramente, que ese mismo año de 1989, pocos meses después del Caracazo, el Congreso de la República nombró una Comisión Bicameral de Revisión de la Constitución presidida por Rafael Caldera, que permaneció sumida en el letargo hasta que la rebelión militar del 4 de febrero removió en la conciencia del bipartidismo entonces gobernante, la impresión perturbadora de que la estructura institucional del Estado venezolano estaba resquebrajándose y requería una reforma. Pero la dirigencia política del momento, heredera de una impronta cultural reforzadora de la creencia en la estabilidad inconmovible instaurada por el Pacto de Punto Fijo de 1958, se esmeró en desoír las señales de alerta que anunciaban su inminente descalabro. La destitución del presidente Pérez y la división de los grandes partidos que durante la segunda mitad del siglo XX ejercieron el control del aparato del Estado, fueron apenas dos de los síntomas visibles de esta dinámica cismagenética que desembocó en el triunfo electoral, en 1998, de uno de los dirigentes del grupo-fermento que protagonizó la insurrección militar de febrero de 1992, el Teniente Coronel Hugo Chávez Frías.
De inmediato el movimiento emergente que lleva a Chávez al poder, se propone la tarea de reestructurar a fondo el ordenamiento político-jurídico de la nación mediante la promulgación de una nueva Constitución. Y progresivamente, las instituciones fundamentales del Estado entran en una fase de desestructuración / reconstrucción, en medio de una confrontación tenaz entre las élites políticas y económicas de la etapa anterior y el nuevo liderazgo militar respaldado, principalmente, por los estratos pobres de la población y cierto sector de la clase media ávido de oportunidades y defraudado por los viejos partidos.
La transformación de la superestructura jurídica busca sentar las bases institucionales de una orientación política tendiente a fortalecer el control del Estado sobre las industrias primarias que constituyen la principal fuente de ingresos del país, y que corrían el riesgo de volver a manos del capital privado internacional sobre todo a raíz de la apertura petrolera impulsada por el segundo gobierno de Rafael Caldera (1994-1998). De inmediato, Chávez emprende un plan de fortalecimiento de la OPEP que chocó frontalmente contra la política norteamericana de “liberalización” del mercado petrolero mundial, que no es otra cosa que un eufemismo para encubrir el control planetario de la producción de energía por parte de las corporaciones estadounidenses. Igualmente, debió enfrentarse a los aliados nacionales de estas corporaciones al intentar remover a la casta tecnocrática que, desde el seno mismo de Pdvsa, había venido promoviendo su privatización, instigados por el interés estratégico que para los Estados Unidos tiene esta industria, en vista de la inestabilidad creciente del Medio Oriente. Por otra parte, con la reforma agraria que Chávez pretendió impulsar por medio de la nueva Ley de Tierras, embistió de frente contra la oligarquía terrateniente y la clase empresarial.
Todas estas tensiones estallarían en abril de 2002 con el efímero golde de Estado encabezado por un sector del alto mando militar, la jerarquía eclesiástica y la cúpula empresarial, que logró deponer al presidente durante apenas 48 horas. Restituido Chávez en el poder, gracias a la movilización popular y al respaldo de un sector mayoritario del estamento militar, los antagonismos entre el viejo y el nuevo orden vuelven a manifestarse con el paro patronal de diciembre de 2002, que afecta severamente a la industria petrolera y a la economía en general, y que concluye con el despido masivo del personal de Pdvsa que había promovido la paralización de la industria con el fin de propiciar la caída del gobierno (Fernández Colón, 2002) .
Vale la pena señalar que la crisis generada por el derrumbe del orden político cimentado sobre el Pacto de Punto Fijo, de un modo similar a lo sucedido con la caída del postgomecismo a raíz del golpe (llamado por otros “la revolución”) de Octubre del 45, ha provocado la salida a la superficie de una serie de contenidos inhibidos o reprimidos de nuestra conciencia colectiva. Se trata de un conjunto de fenómenos perfectamente explicables a partir de la concepción moriniana de la crisis como desorden revelador de las fuerzas latentes del organismo social. Nos referimos sobre todo a los brotes de racismo y clasismo que se han hecho patentes en el lenguaje y el comportamiento de muchos venezolanos durante los últimos años: los “oligarcas” de la oposición contra las “hordas” seguidoras del gobierno, los “sifrinos” de las urbanizaciones de clase media contra los “monos” de los barrios populares, etc. Se trata de la politización y hasta de la territorialización (la Plaza Francia de Altamira vs. la Plaza Bolívar) de conflictos culturales que se mantuvieron aparentemente sumergidos durante la era de la bonanza petrolera, y que han emergido de nuevo junto con los antagonismos provocados por la larga crisis económica que se hizo patente, por primera vez, con el llamado “Viernes Negro” de 1983 y, posteriormente, con el “Caracazo” de 1989.
Durante el año 2003 el gobierno de Chávez acelera los planes de asistencia estatal dirigidos a los sectores pobres del país en las áreas de alfabetización, educación básica, salud, alimentación y capacitación laboral. El enfrentamiento con los viejos partidos de la era puntofijista reagrupados bajo la denominada Coordinadora Democrática, los medios privados de comunicación y un sector importante del empresariado continúa, a pesar del fracaso del efímero golpe de Estado y del paro petrolero. En agosto de 2004, con la facilitación de organismos internacionales como el Centro Carter y la OEA, se lleva a cabo el referéndum previsto en la Constitución para revocarle el mandato al presidente una vez cumplida la mitad de su período. Los resultados oficiales señalan el triunfo de Chávez en esta consulta popular con una proporción de seis votos a favor y cuatro en contra y un índice de abstención de apenas el 30% de los electores. La oposición declara de inmediato que se trata de un “gigantesco fraude”, desconociendo incluso el veredicto de los observadores internacionales que avalaron, unánimemente, la confiabilidad de la consulta.
Independientemente de las posibles irregularidades presentes en este proceso refrendario, la creencia defendida a los cuatro vientos por una porción importante de los adversarios de Chávez según la cual no fue el presidente sino la oposición quien resultó triunfante en esta consulta, constituye una evidencia empírica notable de las distorsiones perceptuales que es capaz de provocar la impronta cultural de una clase o grupo social cuando, según palabras de Morin (1992: 29), “la alucinación que hace ver lo que no existe se une a la ceguera que oculta lo que existe”.
El informe final sobre la facilitación cumplida por la OEA durante el referéndum, revela la severidad de un cisma social que este procedimiento electoral, en contra de lo esperado por muchos, no ha conseguido subsanar. En efecto, allí se declara:
La actitud de la oposición, de no abrir siquiera un pequeño espacio para reconocer el triunfo del presidente Chávez, la ha colocado en una situación compleja frente a la comunidad internacional que no alcanza a comprender cómo el referendo no contribuyó más a resolver la conflictividad política y, hasta donde hemos podido observar, no entiende sus razones para desconocer el resultado...Están surgiendo de nuevo divisiones y distancias que parecen insalvables, lo cual es grave porque ya no se tiene a la mano la solución electoral como medio para salvar esas diferencias. Ojalá que este clima no vaya a generar situaciones de violencia (OEA, 2004).
Esta observación es sobremanera interesante porque además de hacer patente el principio de incertidumbre sociológica que torna impredecible la evolución futura de las crisis, exige revisar a fondo los dispositivos teóricos e institucionales disponibles para la resolución de conflictos en las sociedades contemporáneas. Sobre todo cuando las intervenciones institucionales intentadas hasta la fecha en las esferas de la economía y la política, como los planes de ajuste estructural implantados por el FMI y el BM o las facilitaciones de la OEA, han revelado su ineficacia para prevenir desenlaces lamentables en procesos cismagenéticos como los que hoy viven Colombia, Bolivia, Venezuela y, en general, casi todas las naciones latinoamericanas y caribeñas.
Poco tiempo después del referéndum presidencial, se han efectuado en Venezuela elecciones de autoridades regionales (gobernadores y alcaldes) en octubre de 2004 y de representantes municipales (concejales y miembros de Juntas Parroquiales) en agosto de 2005. En ambas votaciones resultaron vencedores, por abrumadora mayoría, los candidatos identificados con la Revolución Bolivariana liderizada por el presidente Chávez. Sin embargo, se ha incrementado el índice de abstención de los electores hasta alcanzar las cifras de 54% en el primero de estos comicios y 69% en el segundo.
La oposición, tras esta serie de derrotas, luce cada vez más debilitada y con tendencia a dividirse en dos bandos, hasta el momento más complementarios que antagónicos. Por un lado, un sector pragmático integrado por partidos e individualidades dispuestos a seguir participando en sucesivos procesos electorales, con miras a ocupar posiciones que les permitan contrarrestar el avance de la nueva hegemonía chavecista. Por el otro, un sector intransigente con actitudes que oscilan entre la desobediencia pacífica y la acción violenta, completamente reacio a reconocer la legitimidad democrática del actual gobierno. Sin descontar, por supuesto, a una proporción importante de ciudadanos escépticos y políticamente apáticos, que prefieren mirar los toros desde la barrera y refugiarse en las tareas de sobrevivencia de la vida privada.
A escala continental, es posible vislumbrar también el desarrollo de procesos cismagenéticos más o menos análogos a los observados, con sus determinaciones específicas, en el caso venezolano. Pues aparte de la efervescencia creciente de los movimientos sociales anteriormente señalada, en la reciente Cumbre Presidencial de Mar del Plata se ha hecho patente la existencia de una “falla geológica” que ha dividido en dos bloques a las naciones americanas. Por un lado, el MERCOSUR y Venezuela (habría que añadir a Cuba, aunque no fue invitada a la Cumbre), intentando conformar un contrapoder hemisférico para hacer frente a las pretensiones anexionistas de los Estados Unidos implícitas en su propuesta del ALCA. Por el otro, la gran potencia del Norte, México y Canadá, acompañados por los gobiernos de turno en el resto de las naciones de América Latina y el Caribe.
Esta dinámica parece apuntar a una consolidación progresiva del Bloque Regional de Poder Sudamericano (Dieterich, 2003), impulsado por los liderazgos con fuerte arraigo popular de Chávez, Lula, Kirchner, Duarte, Vásquez y Fidel, a los que pudiera sumarse Evo Morales si logra conquistar la presidencia de Bolivia.
En todo caso, no pretendemos formular aquí predicciones infalibles sobre el desenvolvimiento futuro de la crisis socio-política por la que atraviesan en la actualidad Venezuela y, en otra escala, la región latinoamericana y caribeña. Preventivamente, sólo nos atrevemos a colocar sobre la mesa de debate una sugerencia como la formulada por Morin, para quien este tipo de conflictos “necesita ser controlado por una regla que lo mantenga en el plano de lo dialógico y evite los desbordamientos que transforman las batallas de ideas en batallas físicas o militares” (Morin, 1992: 30). El desenlace – siempre provisorio - dependerá de los aciertos y desaciertos de las decisiones políticas tomadas por los líderes de la región y sus interlocutores estratégicos fuera de ella. Pero dependerá así mismo, e incluso en mayor grado, de la capacidad de respuesta de los movimientos populares erigidos en actores estelares de la actual encrucijada histórica.
Notas
[1] Daniel Goleman ha desarrollado en su libro El punto ciego. Psicología del autoengaño (1999) un análisis detallado del modo en que opera el filtro sensorial impuesto por la cultura. Entre otros muchos ejemplos, cita el caso del silenciamiento voluntario de las dudas y opiniones discordantes por parte de algunos integrantes del equipo del presidente Kennedy que decidió la fracasada invasión a Bahía de Cochinos. El optimismo ilusorio de la mayoría hizo creer a los más realistas, según revelaciones conocidas posteriormente, que las evidencias disponibles sobre las escasas posibilidades de éxito de aquella operación no eran dignas de tenerse en cuenta y someterse a discusión con los colegas.
[2] No es descartable la idea de que el próximo ciclo largo de la economía mundial tenga como epicentro de su despegue a sociedades distintas a las que han detentado la hegemonía del sistema capitalista hasta el presente. Naciones como China y la India, por ejemplo, dada su condición de mercados de inversión atractivos para el capital transnacional en razón de la ventaja competitiva de su abundante mano de obra barata y técnicamente calificada, parecen ser las candidatas más probables para desempeñar este rol.
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Citar como:
Fernández Colón, Gustavo (2006). La Revolución Venezolana: Una cartografía del cambio político en la América latina y caribeña. En Yasmín Portales (Edit.), Pensar a Contracorriente III. Concurso Internacional de Ensayo (pp. 429-454). La Habana: Editorial de Ciencias Sociales.
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