LA PATRIA IMAGINARIA: BASES PARA UNA ETNOCRÍTICA DE LA CULTURA LATINOAMERICANA

Gustavo Fernández Colón

ACERCAMIENTO A LA NOCIÓN DE CULTURA

Con las siguientes reflexiones aspiramos esbozar una conceptualización de la cultura que nos permita comprenderla en su condición de conjunto de prácticas simbólicas de representación y valoración del mundo, compartidas por los integrantes de un grupo humano. Se trata de una perspectiva desde la cual la cultura no es percibida como una esencia inmutable, sino más bien como una estrategia de interacción del grupo con su entorno. Igualmente, preferimos considerarla a la manera de una totalidad compleja y heterogénea, conformada por diversos ethos o perfiles culturales, simultáneamente complementarios y antagónicos, que operan tanto al interior del grupo como en el contexto de sus relaciones con otras formaciones sociales.

Cada uno de estos ethos puede llegar a describirse como un sistema lingüístico (Lotman, 1999) que sirve de código para el autoconocimiento y el autodesciframiento de los significados producidos colectivamente. En otras palabras, los códigos culturales actúan como sistemas semiológicos en el interior de los cuales se desarrollan los procesos comunicacionales, cognitivos, axiológicos y normativos de la vida social.

La teoría sociolingüística, en particular, se ha aproximado a la composición múltiple y contradictoria de la cultura al intentar explicar la coexistencia de diversos dialectos dentro de una misma lengua, sin que la unidad idiomática desaparezca. Es así como, para describir este fenómeno, Coseriu ha propuesto la noción de archisistema, Pitkin la de system of systems y Weinreich la de diasystem. Sin embargo, ha sido José Pedro Rona (López Morales, 1989) quien, en nuestra opinión, ha formulado la propuesta más interesante con su triple definición de la lengua: L1 o la lengua opuesta al habla; L2 o la lengua opuesta a sus dialectos y patois; y L3 o la lengua con sus dialectos y patois. Sólo este último concepto correspondería propiamente al diasistema, el cual es representado por Rona mediante un cubo delimitado por tres ejes: el eje diatópico correspondiente a las variedades de un mismo idioma dependientes de la geografía; el eje diastrático referente a las variaciones relacionadas con la estratificación social; y el eje diacrónico en el que se registran sus cambios a través de la historia.

Este modelo bien puede utilizarse, mutatis mutandi, para intentar una descripción de la configuración heterogénea de la cultura latinoamericana o de las culturas nacionales del continente. Su utilidad radicaría en que nos permitiría abordarla en su condición de diasistema cultural constituido por la articulación de diversos sistemas semiológicos o ethos, variables en función de la geografía, la estratificación y la historia de cada una de nuestras sociedades. La caracterización detallada de estas matrices simbólicas, su origen y transformaciones históricas, sus relaciones mutuas de antagonismo, subordinación o complementariedad, así como su articulación dialéctica con las instituciones y los procesos de creación cultural, conformarían el objeto de estudio de un campo disciplinario que hemos definido ya, en un trabajo anterior, como etnocrítica (Fernández Colón, 1998).

De hecho, diversos autores han venido hablando, desde hace algún tiempo, acerca de la copresencia de al menos tres ethos o matrices simbólicas básicas dentro de las sociedades modernas: la cultura de élites, la cultura de masas y la cultura popular (Martín-Barbero, 1987). La primera de ellas estaría conformada principalmente por las creaciones artísticas prestigiosas producidas y consumidas dentro del marco institucional controlado por los grupos hegemónicos. La segunda, por el conjunto de códigos y valores que circulan a través de los grandes medios de comunicación social como la radio, el cine y la televisión. Y la tercera, por el patrimonio acumulado históricamente por los sectores populares, al margen de los dos circuitos mencionados anteriormente.

Durante el siglo XX, con el desarrollo tecnológico de las comunicaciones, se ha incrementado aceleradamente el predominio de la cultura de masas, a tal punto que esta última ha venido absorbiendo, a escala planetaria, a las otras dos. De ahí que estudiosos del tema como García Canclini (1990) hayan señalado el carácter fundamentalmente híbrido de la cultura contemporánea, en virtud de la mayor permeabilidad de las fronteras que en el pasado separaban a estos tres dominios.

LA ANTROPOLOGÍA SISTÉMICA

Uno de los aportes más significativos para la comprensión de esta problemática ha sido el de Edgar Morin (1995) quien, a partir de una síntesis de las formulaciones del marxismo, el psicoanálisis, la cibernética y la teoría de sistemas, ha descrito la cultura como un proceso en el que se comunican dialécticamente la dimensión mítica y las prácticas sociales, la experiencia existencial y el saber constituido, lo real y lo imaginario. Por ende, la cultura es considerada por este sociólogo francés como una totalidad compleja que trasciende la vieja dicotomía entre la superestructura ideológica y la infraestructura económica, llegando a definirla como “el circuito metabólico que enlaza lo infraestructural con lo superestructural” (p. 148).

A diferencia de lo que sucedía con las sociedades arcaicas en las que la dimensión mágico-religiosa lograba unificar, mediante el sincretismo, tanto los saberes como las experiencias de la comunidad, en las llamadas sociedades históricas, y especialmente en las contemporáneas, una diversidad de sistemas culturales se yuxtaponen e interactúan incluso dentro del ámbito de la subjetividad individual [1]. De este modo, las sociedades post-industriales de Occidente, a las que se refiere principalmente Morin, se revelan como organizaciones humanas de naturaleza policultural por contener en su interior no solamente una cultura nacional que confiere su identificación a la nación, sino también una cultura humanística o de élites, la cultura de masas y diferentes culturas políticas y religiosas. Adicionalmente, entre estos sub-sistemas y dentro de cada uno de ellos se desarrollan constantemente tendencias antagónicas que hacen prácticamente imposible la homogeneidad.

LA IMPRONTA CULTURAL

Un hito importante en la génesis de la perspectiva teórica de Morin sobre la dinámica socio-cultural se deriva de su encuentro con la obra de Konrad Lorenz. En efecto, Lorenz fue el primero en proponer, desde el terreno de la etología, el concepto de impronta (imprinting) para referirse a la huella imborrable que dejan las primeras experiencias de la vida en la memoria del animal joven. A este respecto, son de sobras conocidas las observaciones sobre la conducta de los pájaros recién nacidos que reconocen de forma duradera, como si de su madre se tratase, al primer ser vivo que logran percibir al salir de su cáscara. De acuerdo con Morin (1992), existiría también en la especie humana una impronta cultural, que se fijaría en la memoria desde el nacimiento, con los valores y representaciones esenciales transmitidos al sujeto por la familia, la escuela y, en su vida adulta, por las experiencias acumuladas durante los estudios superiores o el ejercicio profesional.

La impronta cultural es una pieza clave para la comprensión del conformismo cognitivo o apego a los esquemas de conocimiento y valoración establecidos. En modo alguno debe pensarse que un mayor grado de educación formal trae consigo, necesariamente, una relajación o disolución de este conformismo. Al contrario, cierta evidencia empírica parece demostrar que los estratos bajos de la organización social manifiestan un grado de impronta y normalización más bien leve en comparación con los estratos superiores o privilegiados. Sin embargo, en este punto nos sentimos obligados a expresar nuestro desacuerdo con la afirmación de Morin según la cual “el imprinting y la normalización aumentan al mismo tiempo que aumenta la cultura” (1992: 28).
 
En nuestra opinión, Morin incurre aquí en el error de considerar a la cultura de élite como la cultura por antonomasia, contradiciendo su afirmación acerca del carácter policultural de las sociedades modernas. En este caso, lo adecuado habría sido admitir la existencia de diferentes sub-sistemas culturales en los estratos bajos, medios y altos y no asumir que el ascenso en la escala social es correlativo con un incremento de la cultura del sujeto. Probablemente estemos aquí en presencia de cierto prejuicio clasista, latente en su elaboración teórica, si tomamos en consideración que Morin tampoco incluye a la cultura popular en la triple división de la cultura (científica, humanística y de masas) esbozada en su Sociología (1995: 141-144) [2]. En todo caso, resultaría más preciso relacionar el conformismo cognitivo bien con la magnitud de los intereses económicos y el poder político del sujeto o bien con la esclerosis del sistema educativo, que ha sido otra de las grandes preocupaciones de este autor.
 
LAS DISTORSIONES DE LA PERCEPCIÓN

La impronta cultural ejerce un efecto modelador sobre la totalidad del aparato perceptual-cognitivo-valorativo del sujeto, a tal punto que “hace incapaz de ver otra cosa que lo que hay que ver” (Morin, 1992: 29). Incluso en contextos en los que la conformidad y las interdicciones aprendidas se muestran debilitadas, la impronta opera a la manera de un filtro perceptual que nos lleva a desestimar automáticamente cualquier posición contraria a nuestras creencias, y a ignorar cualquier dato incompatible con nuestras convicciones o proveniente de fuentes valoradas por el grupo como inapropiadas o negativas.

La impronta determina entonces el campo de las verdades posibles, e impone su inercia a las conciencias normalizadas aun cuando los cambios incesantes del entorno natural o cultural hayan convertido esas verdades en creencias insostenibles. En este sentido, según declara Morin, “la alucinación que hace ver lo que no existe se une a la ceguera que oculta lo que existe” (ibid.).
Cada esfera cultural despliega todo un entramado de mecanismos intimidatorios, sutiles o violentos, que obligan a guardar silencio a quienes sienten dudas o quisieran expresar su desacuerdo con las creencias compartidas por el grupo [3]. El carácter aparentemente inconmovible de tales dispositivos de normalización genera una serie de interrogantes frente a los potenciales o efectivos desórdenes que periódicamente introducen desviaciones y cambios en el seno de la vida social. La acción complementaria y antagónica de tales eventos disruptivos lleva a Morin a introducir la idea de un principio de incertidumbre sociológica, análogo al postulado por Heisenberg en el terreno de la física subatómica. Igualmente lo obliga a preguntarse por las complejidades del cerebro y la cultura de la especie humana que hacen posibles semejantes saltos en los determinismos regulatorios. Al tiempo que la dialéctica del cambio social lo trae de vuelta a un territorio ya transitado por el marxismo, obligándolo a plantearse interrogantes como el siguiente: “¿Es preciso el hundimiento de un poder de casta o de clase para que se hunda un modo de conocimiento?” (1992: 30).
 
CALOR CULTURAL Y DESVIACIONES

Otra metáfora moriniana descriptiva de los fenómenos antropo-sociales es el concepto de calor social, construido por analogía con la noción termodinámica de calor. Así como el calor físico se explica a partir de la agitación molecular y las colisiones entre partículas, del mismo modo la magnitud del calor cultural estaría relacionada con la intensidad / multiplicidad de las interacciones sociales, los antagonismos grupales y el choque entre ideologías, creencias y opiniones disímiles.

El impacto local de modos de conocimiento y acción desviados de la norma, al debilitar la normalización y provocar alteraciones de la impronta, contribuye a la evolución innovadora en la medida en que las desviaciones focalizadas consiguen transformarse en tendencias. Por lo general, este proceso se inicia con la gestación de las nuevas ideas en el seno de un pequeño grupo que sirve de “caldo de cultivo” y actúa como foco de irradiación de los “fermentos”. Progresivamente, si las condiciones son propicias, la multiplicación de los fermentos puede hacer que la desviación se transforme en tendencia. Y más adelante, en caso de que la expansión de la tendencia se afiance, esta última puede convertirse en ortodoxia e imponer, en su momento, una nueva normalización y una nueva impronta cultural en el espacio social correspondiente.
 
EL LEGADO DE BATESON

Una parte importante de la visión de la cultura desarrollada por Morin tiene su origen en las investigaciones y formulaciones teóricas del fundador de la antropología sistémica Gregory Bateson. Uno de los conceptos claves tomados por Morin de este autor es el de cismagénesis o esquismogénesis (Reynoso, 1998; Winkin, 1984). Bateson lo había utilizado inicialmente para explicar el comportamiento colectivo de la tribu de los Iatmul en su libro Naven (1936), donde recogió sus observaciones de campo sobre esta tribu de Nueva Guinea a la que definió como un pueblo altivo y soberano. Los Iatmul habitaban en poblados divididos en clanes familiares muy complejos, que rivalizaban con frecuencia entre sí entrando con facilidad en escaladas de hostilidad. Una de las costumbres de los Iatmul que más llamó la atención de Bateson era la exhibición en sus ceremoniales, colgando de su cuerpo, de cabezas humanas disecadas cuyo número era un indicativo del prestigio social del portador. Bateson se preguntó cómo un pueblo tan belicoso, donde la agresividad era muy valorada socialmente, podía vivir unido. En otros palabras, cómo las tendencias a la disgregación (cismagenéticas) podían compensarse para conseguir la suficiente cohesión social (homeodinamia). La respuesta que halló fue que el control inhibitorio necesario para moderar la retroalimentación autorreforzadora de la hostilidad se conseguía a través de una ceremonia ritual denominada Naven, que se llevaba a cabo con frecuencia y ante cualquier pretexto. En ella, todos los miembros de la comunidad participaban intercambiándose los roles, travistiéndose y riéndose desenfadadamente unos de otros. Este ritual carnavalesco constituía un contrapunto relajadoramente equilibrante de las tensiones habituales, permitiendo a la tribu restaurar un grado suficiente de armonía.

Vale la pena señalar, por otra parte, que las nociones de homeostasis, homeodinamia y cismagénesis tuvieron un precedente importante en el concepto de feed-back, vertido al español como retroalimentación o retroacción (García, González y Talavera, 1999). Se trata de un vocablo que alcanzó gran popularidad a raíz de la publicación, en 1948, del libro Cybernetics de Norbert Wiener (Rosnay, 1977). Wiener definió la retroalimentación, influido por la idea de homeostasis concebida por el fisiólogo Walter Cannon, como un procedimiento de autorregulación de los sistemas basado en el procesamiento de información sobre los resultados de su propio desempeño. Cuando esta dinámica genera, ante el impacto de perturbaciones exógenas o endógenas, respuestas adaptativas tendentes a contrarrestar las desviaciones y mantener la estabilidad del sistema, estamos en presencia de un circuito de retroalimentación negativa. En cambio, cuando la desviación se amplifica por la acción misma del sistema y la acción transformadora resulta así fortalecida, se trata de un circuito de retroalimentación positiva. En el primer caso, el proceso es de naturaleza autocorrectiva (como sucede con el termostato que activa o desactiva el flujo de corriente eléctrica a través de la resistencia de un calentador, para evitar que el agua se enfríe o se caliente más allá de ciertos límites preestablecidos); en el segundo caso, se trata de una dinámica autorreforzadora (como sucede con la bola de nieve que a medida que baja por la ladera arrastra una cantidad de nieve cada vez mayor).
 
Cannon desarrolló el concepto de homeostasis a partir de la comparación entre las estrategias regulatorias de las máquinas de vapor y los organismos vivos. Con todo, su idea apuntaba a comportamientos correctivos de las desviaciones mediante patrones de retroalimentación negativa, orientados al logro de equilibrios estáticos y estados estacionarios, propios del funcionamiento de máquinas diseñadas para operar permanentemente en las mismas condiciones. Los seres vivientes, en cambio, poseen la capacidad de modificar, hasta cierto punto, su estructura organizativa y sus pautas de funcionamiento mediante estrategias de retroalimentación positiva. Esta última propiedad, característica de los sistemas biológicos, fue bautizada como morfogénesis por el matemático y epistemólogo Magoroh Maruyama (Reynoso, 1998).
 
La facultad de dar respuesta a las perturbaciones provenientes del entorno evitando la desestabilización y, al mismo tiempo, utilizarlas para aprender y transformarse con fines adaptativos, recibe el nombre de homeodinamia (García, González y Talavera, 1999). Se trata de un programa de acción en el que la retroalimentación positiva y la retroalimentación negativa se complementan, hasta lograr un cierto equilibrio entre la homeostasis y la morfogénesis que hace posible la evolución gradual de sistema.
 
La última opción a la que haremos referencia en esta síntesis, es aquella que se manifiesta cuando la dinámica autorreforzadora o estimulatoria supera abiertamente a las respuestas autocorrectivas o inhibitorias. Aquí suelen presentarse curvas de retroacción positiva que se amplifican hasta hacer imposible su contención mediante repuestas de retroacción negativa. Este es el tipo de pauta de comportamiento que Bateson denominó, como se señaló más arriba, cismagénesis o esquismogénesis. Su desarrollo desemboca en el descontrol del sistema y la aparición de fracturas o cismas en su seno, como las que, por ejemplo, suceden ocasionalmente al interior de partidos políticos u organizaciones religiosas que se dividen en dos o más bandos irreconciliables, a pesar de que poco tiempo atrás se hubiesen comportado como estructuras unitarias aparentemente estables. Los procesos cismagéneticos o generadores de cismas y conflictos por lo general se desarrollan mediante pautas de interacción acumulativa (Capriles, 1988), en las que la acción agresiva de una de las partes da pie a una respuesta mayor por parte del contrario, que a su vez provoca una reacción todavía más severa por parte del primer actor y así sucesivamente hasta causar la desintegración del sistema.
 
Vale la pena mencionar que Bateson corroboró, mediante sus observaciones de campo, la existencia de procesos tanto cismagenéticos como morfogenéticos no sólo en comunidades humanas como los Iatmul de Nueva Guinea, sino que además enriqueció sus elaboraciones teóricas con diversas investigaciones sobre el comportamiento animal. En su libro Metálogos (1982) refiere un ejemplo de cismagénesis complementaria entre animales, en el que se desmonta la potencial destrucción implicada en una secuencia de interacciones acumulativas mediante la retroacción negativa. Se trata de la típica respuesta del perro pequeño que, ante el ataque de uno mayor, se echa de espaldas y permite que el agresor lo muerda en el cuello sin dañarlo, enviándole una señal de subordinación que pone fin a la pelea.
 
LA COMPLEJIDAD CULTURAL LATINOAMERICANA

Vistos estos lineamientos generales sobre la complejidad y el cambio de las sociedades humanas, cabe preguntarse: ¿cuáles son los rasgos específicos del policulturalismo latinoamericano?; ¿es posible identificar entre nosotros el avance de procesos de antagonismo, ruptura o equilibrio como los anteriormente señalados?; ¿cuál ha sido el alcance del mestizaje homogeneizador al interior de las representaciones imaginarias de nuestras identidades nacionales?; ¿qué paisajes configuran la geografía simbólica que designamos bajo el nombre de América Latina?

Los perfiles polimorfos y contradictorios de la cultura latinoamericana han sido analizados por varias generaciones de escritores y científicos sociales. Pero para los fines del presente trabajo, nos limitaremos a pasar revista a los aportes de unos pocos autores, entre los que se cuenta el venezolano José Manuel Briceño Guerrero (1994); un filósofo del lenguaje para quien la América mestiza ha producido, fundamentalmente, tres sistemas semiológicos definitorios de su identidad. A partir del estudio de la historia de las ideas, la dinámica política y el arte latinoamericanos, Briceño postula, en primer lugar, la existencia de un discurso europeo segundo que habría ingresado a nuestras sociedades a finales del siglo dieciocho. Su estructura responde a la lógica de la razón ilustrada y sus avances científico-técnicos. En el plano político, este ethos enfatiza la posibilidad del cambio social planificado con el propósito de garantizar los derechos humanos universales a la totalidad de la población. Su difusión teórica ha estado básicamente a cargo de las tendencias ideológicas positivista, tecnocrática y socialista. Sus palabras claves en el siglo diecinueve fueron modernidad y progreso. En nuestro tiempo, su palabra clave ha sido el desarrollo.
 
En segundo lugar, se encontraría el discurso mantuano proveniente de la España imperial, reproducido por los criollos y el sistema colonial español. En el plano espiritual, este discurso resalta los valores ultraterrenos representados por la Iglesia Católica; pero en la esfera material ha estado ligado a un sistema social de nobleza hereditaria, jerarquías y privilegios que sólo permitía la movilidad social a través del blanqueamiento racial y la educación occidentalizante. Incluso después de la Independencia, este sistema semiológico pervive entre nosotros modelando las estrategias de acceso al poder por la vía de los privilegios familiares y clánicos, la filiación en lugar del mérito, y la lealtad y el pago de peaje al señor imperante en cada feudo.

En tercer lugar estaría el discurso salvaje, expresión del sufrimiento del indígena sometido violentamente por los conquistadores y el africano reducido a la condición de esclavitud. En él se manifiesta también el resentimiento de los pardos históricamente relegados en sus anhelos de superación, así como la nostalgia por formas de vida no occidentales, aparentemente cercenadas por la imposición de la cultura europea. Para el discurso salvaje, tanto la tradición hispánica como la modernidad europea resultan ajenas y extrañas, manifestaciones de una otredad opresora ante la cual ha sido necesario aprender a sobrevivir con aparente sumisión, ocasional rebeldía, astucia permanente y profunda nostalgia.

De acuerdo con Briceño, la sincronicidad de estas tres lógicas discursivas, radicalmente diferentes y mutuamente neutralizadoras, le imprimiría a la cultura latinoamericana una tensión permanente, un “nihilismo caotizante” que alimentaría una actitud irresoluta y conflictiva frente a la expansión universal del poderío de la Europa segunda o modernidad.
 
LA CULTURA POPULAR

Moreno Olmedo (1995), también venezolano, prefiere hablar de epistemes y no de discursos. Adaptando el concepto de Foucault, afirma que la episteme, en cuanto matriz cultural, se concibe como un sistema de representaciones generales en constante producción y reproducción, que operaría desde un fondo no representado (pero representable mediante la crítica hermenéutica) hasta la superficie de las representaciones y los discursos. Así pues, la episteme constituiría la racionalidad implícita en la praxis social de la cultura, estableciendo las “condiciones de posibilidad” de nuestros códigos compartidos. Sin embargo, el autor no deja de reconocer que la episteme sólo es accesible a través de la interpretación de los discursos producidos en el seno de la cultura, de tal manera que es en este ámbito donde debe llevarse a cabo el trabajo hermenéutico del investigador.

Otra diferencia con Briceño Guerrero radica en que Moreno delimita sólo dos ethos fundamentales en la cultura venezolana y latinoamericana. Por una parte, estaría la episteme moderna producida en Occidente por el mundo de vida burgués y centrada en el individuo. Por la otra, la episteme popular, totalmente ajena a la praxis social y los discursos de la modernidad, y centrada en las relaciones convivenciales dentro de la comunidad, en tanto que realidad previa y definitoria del ser / estar de la persona. En opinión de Moreno, el mundo popular se define por la vida en relación, a tal punto que el carácter esencialmente afectivo de nuestro pueblo determinaría a la postre esta episteme o modo general de conocer a partir de la relación y por relaciones.

Pero este mundo de vida popular parece sobrevivir a duras penas, marginado, reprimido por la capacidad casi exclusiva de la modernidad para imponer sus discursos como los únicos admisibles. De ahí la dificultad de acceder a este universo por otra vía que no sea la “inmersión vital en la relación”, la convivencia incondicio¬nal dentro de la trama de relaciones que constituye la comunidad popular. A pesar de estos impedimentos para producir o interpretar un discurso auténticamente generado desde esta episteme, Moreno reconoce que algunos productos contemporáneos de la cultura latinoamericana, como la narrativa de Gabriel García Márquez o la teología de la liberación, parecen provenir de este fundamento epistémico.

A manera de síntesis, nos interesa destacar que a pesar de al¬gunas diferencias conceptuales evidentemente significativas, hay un substrato básico de observaciones comunes que permite consi¬derar las conclusiones de ambos investigadores como esencialmente complementarias. En primer lugar, es notoria la percepción com¬partida en torno a la existencia de diversas matrices discursivas en el seno de la cultura, con un talante antagónico que dificultaría su completa integración. En segundo término, es posible concebir la episteme moderna como una estructura englobante de lo que Briceño ha dividido en dos discursos representativos de fases distintas de un mismo proceso histórico; en otras palabras, el discurso mantuano y el de la Europa segunda no serían más que expresio¬nes de dos etapas sucesivas, pero copresentes en la memoria colectiva,¬ del traumático proceso de acoplamiento de las sociedades latinoamericanas a los designios de la voluntad de poder de la civilización occidental. En tercer lugar, tanto el discurso salva¬je mencionado por Briceño como la episteme popular de Moreno, designan una actitud colectiva de radical oposición y extrañamien¬to frente a la modernidad, si bien apreciamos en ambos autores una caracterización todavía insuficiente de estas versiones del mundo de origen no occidental.

Un registro más minucioso de la composición heterogénea de la cultura popular ha sido llevado a cabo por el argentino Adolfo Colombres (2004) quien, con el propósito de cartografiar las fuentes de la literatura subalterna del continente, ha formulado un esquema clasificatorio perfectamente extensible a todas las dimensiones de la praxis cultural de raigambre popular. Adaptando la propuesta de Colombres, podemos identificar entonces cinco vertientes fundamentales dentro del ethos popular latinoamericano: las culturas indígenas que lograron sobrevivir a los procesos de conquista y colonización; los aportes afroamericanos; las tradiciones campesinas de raíz mestiza; así como las culturas populares urbanas y las de los inmigrantes hacia países de otra lengua (como chicanos y nuyoriqueños) cada vez más asimiladas por la cultura de masas.

Por otra parte, estamos convencidos de que el esquema propuesto por estos autores quedaría incompleto sin una consideración en torno a las tendencias que distinguen a la modernidad de la llamada posmodernidad (Jameson, 1995; Maffesoli, 1990). Sobre todo si se tiene en cuenta que, en la prevaleciente cultura de masas de la era posmoderna, los valores ilustrados de la liberación y el progreso colectivos han sido reemplazados por el predominio de una axiología hedonista orientada al consumo, como resultado de lo que Umberto Eco ha llamado una pedagogía paternalista difusora de mitos inhibidores de todo proyecto de transformación social (Eco, 1999). En este sentido, consideramos que las insuficiencias del esquema tripartito de Briceño Guerrero pueden subsanarse incorporando como cuarto sistema semiológico a la cultura de masas o cultura posmoderna, y profundizando su caracterización del discurso salvaje a la luz de los rasgos propuestos tanto por Moreno como por Colombres al momento de definir el ethos popular.

LA DIMENSIÓN HISTÓRICA

Ahora bien, ¿cómo articular metodológicamente las lógicas sistémicas relacionadas con los procesos de transformación sociocultural, descritas en la primera parte de este artículo, con la cartografía de los ethos recién esbozada? ¿Cómo abordar las diferencias axiológicas profundas entre las diversas matrices simbólicas constitutivas de la cultura, junto con sus estrategias de adaptación a las formas de dominación imperantes en las distintas fases de su devenir histórico?

Una visión integradora de las descripciones sincrónicas y las dinámicas diacrónicas, de las codificaciones culturales y las estrategias de poder, puede contar con un apoyo teórico importante en las investigaciones llevadas a cabo, desde una perspectiva marxista heterodoxa, por Raymond Williams (1980). En efecto, Williams propuso una topología de las formaciones culturales según la cual éstas estarían constituidas por tres estratos fundamentales: arcaico, residual y emergente. Lo arcaico corresponde al pasado inactivo, es decir, al bagaje cultural que sobrevive únicamente como objeto de estudio o de rememoración. Lo residual, en cambio, se refiere a todos los contenidos culturales del pasado que están todavía activos como componentes de la vida presente de la sociedad. Ésta es la capa clave del modelo de Williams, debido a que engloba dos tipos de fuerzas cruciales para los procesos de cambio cultural: las que han sido absorbidas por la cultura dominante o recuperadas por ella, y las que la adversan frontalmente a manera de alternativas. El tercer estrato está representado por lo emergente, esto es, por las prácticas y significados innovadores. Lo emergente tampoco es uniforme, ya que no todos los nuevos valores son necesariamente alternativos o funcionales a la cultura hegemónica.
 
El modelo dialéctico de Williams puede resultar sumamente productivo a la hora de cartografiar los posicionamientos relativos de cada uno de los diferentes ethos dentro la complejidad cultural latinoamericana. Así, por ejemplo, puede contribuir a diferenciar los contenidos arcaicos o inactivos de origen tanto popular como mantuano, de las corrientes culturales con plena vitalidad –llamadas por Williams residuales- provenientes de estas mismas fuentes. La efervescencia del activismo indígena en México y los países andinos durante la última década, enfrentando las políticas de corte neoliberal adelantadas por las élites gobernantes, puede leerse desde esta óptica como una fuerza político-cultural de carácter residual alternativo. En tanto que los planes de ajuste macroeconómico ya mencionados, ligados más bien a una matriz discursiva moderna, pertenecerían a la categoría de fenómenos emergentes funcionales a los intereses de los grupos hegemónicos.
 
Otra línea interesante de desarrollo de este modelo nos permitiría comprender al ethos posmoderno como una lógica cultural igualmente emergente, en la que desempeñaría un rol fundamental la recuperación de contenidos populares mediante su mercantilización y reducción a espectáculos massmediáticos. Al tiempo que haría factible vislumbrar cierta continuidad histórica en las estrategias de dominación-recuperación de lo popular desplegadas por parte del poderío de un Occidente inicialmente mantuano (siglos XVI, XVII y XVIII), luego moderno (siglo XIX y primera mitad del XX) y recientemente posmoderno (segunda mitad del XX y principios del XXI); sin que ello implique dejar de tener en cuenta que todos estos ethos subsisten sincrónicamente articulados, todavía hoy, en hibridación y conflicto.
 
En resumidas cuentas, el conjunto de elementos teórico-metodológicos apenas esbozado en estás páginas, deja abierto un horizonte de posibilidades inéditas para la labor etnocrítica en todos los campos de producción y reproducción cultural del continente latinoamericano. Su exploración y desarrollo constituye una tarea urgente para los estudiosos de la sociedad y la cultura en los días por venir.
 
Notas

[1] También el idiolecto, definido por la sociolingüística como el conjunto de los hábitos lingüísticos propios de un individuo (Lewandowski, 1992), es considerado una estructura heterogénea, conformada por cierto repertorio de variedades estilísticas –que el sujeto empleará en función de los distintos contextos- y hasta por diversos sociolectos o variedades grupales de habla (López Morales, 1989; Silva-Corvalán, 1989).

[2] Estas apreciaciones de Morin pueden ser objeto de críticas similares a las recibidas por la tesis de Basil Bernstein acerca de la diferencia insalvable existente entre el código restringido utilizado por los estudiantes de la clase obrera inglesa y el código elaborado propio de la clase media. Efectivamente, diversos autores han señalado el sesgo clasista subyacente en la consideración de Bernstein acerca de una supuesta mayor complejidad de la gramática de las clases acomodadas. Similares cuestionamientos han sido hechos también a la teoría de la verbal deprivation (deficiencia verbal) de la población negra, con la que algunos sociólogos pretendieron explicar la problemática del fracaso escolar de los niños de este grupo étnico en el sistema escolar estadounidense (Marcellesi y Gardin, 1979; Stubbs, 1984).

[3] Daniel Goleman ha desarrollado en su libro El punto ciego. Psicología del autoengaño (1999) un análisis detallado del modo en que opera el filtro sensorial impuesto por la cultura. Entre otros muchos ejemplos, cita el caso del silenciamiento voluntario de las dudas y opiniones discordantes por parte de algunos integrantes del equipo del presidente Kennedy que decidió la fracasada invasión a Bahía de Cochinos. El optimismo ilusorio de la mayoría hizo creer a los más realistas, según revelaciones conocidas posteriormente, que algunas informaciones de inteligencia disponibles sobre las escasas posibilidades de éxito de aquella operación no eran dignas de tenerse en cuenta y someterse a discusión dentro del grupo.
 
REFERENCIAS

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Citar como:

Fernández Colón, Gustavo (2006). La patria imaginaria. Bases para una etnocrítica de la cultura latinoamericana. En M. T. Mérida, G. Fernández y F. Machado (Comps.). Globalización y multiculturalismo [17-33]. Valencia, Venezuela: Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de la Universidad de Carabobo.


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