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NOTAS PARA UNA ETNOCRÍTICA DEL CUENTO LATINOAMERICANO

Gustavo Fernández Colón

En el principio fue el mito, la época de los héroes fundadores del mundo, el relato de la instauración originaria del espacio y el tiempo de la civilización. Más tarde, de tanto repetirlas, las imágenes primordiales de la tribu envejecieron y la duda comenzó a minar la fe en ellas como fuente exclusiva del saber. En ese instante, apareció la crítica, brazo ejecutor de otra razón, bien para destronar los viejos mitos y ceder el paso a los nuevos, bien para defender los relatos primordiales de la acción corrosiva de la filosofía.

Dice Karl Popper (1988: 133) que fue precisamente “una nueva actitud frente a los mitos” la que inició el recorrido hacia la filosofía y las ciencias en Occidente, a partir de las críticas de Jenófanes a la mitología pitagórica, o de las refutaciones de Heráclito a Homero y Hesíodo. También en la India, los Vedas precedieron a las disquisiciones demoledoras de los filósofos budistas, y la epopeya del Mahabharata fue primera que el sutil pensamiento de Sankara. En Europa, el rey Arturo, Roldán y Sigfrido, configuraron el sustrato mítico de los pueblos a los que luego Hobbes, Descartes y Hegel ofrecieron un sentido racional de su ser.

Tal vez en esta ley de la precedencia de la épica en la conformación de la cultura, se encuentre la razón por la cual América Latina ha resultado hasta ahora menos innovadora en el terreno de la filosofía y las ciencias humanas que en el de la creación literaria. Todavía no ha conseguido conceptualizar autónomamente su razón de ser, al menos sin que esta empresa haya logrado zafarse por completo de una lógica discursiva prestada y enmascaradora. De ahí que entre nosotros sea más frecuente encontrar en los territorios polimorfos del simbolismo poético, la narración fantástica y la intuición ensayística el sentido latente de un mestizaje inconcluso, de un espacio y un tiempo propios, en definitiva, las claves fundacionales de una nueva civilización.

LA CRISIS DE LAS DEMARCACIONES

El formalismo estético y el estructuralismo crítico marcaron una época, en el campo de la creación y los estudios literarios, signada por el principio de la inmanencia del texto, por la autonomía del significante liberado de cualquier atadura a un referente ostensible. En la lingüística, la opción de Saussure por el estudio del sistema de la lengua y de la lingüística interna en desmedro del habla y de la lingüística externa implicó la apertura de un continente teórico representativo del espíritu de los tiempos. En la literatura y el arte en general, también se extrema el énfasis en la primacía de la lógica interna del lenguaje, en lo que Steiner (1989: 8-11) ha interpretado como un síntoma de la decadencia profunda de la tradición occidental. En sus propias palabras:
A partir de Mallarmé es cuando surge el intento programático de disociar el lenguaje poético de la referencia externa, de fijar de otro modo indefinible, inaprehensible, la textura y el olor de la rosa en la palabra “rosa” y no en alguna ficción de correspondencia y validación externa (…) El lenguaje ha perdido la capacidad real para la verdad, para la honestidad política o personal (…) En aspectos decisivos, la nuestra es una civilización “después de la palabra”.
Este desencanto impregna en breve todos los dominios del conocimiento, todas las producciones discursivas de la contemporaneidad. Así, surge la duda acerca de la supuesta objetividad y neutralidad política de la ciencia, no sólo en el terreno de los estudios históricos y sociales, sino en el de las mismas ciencias naturales. Las propuestas de Kuhn y Feyerabend, acerca de la arbitraria mutabilidad histórica de los criterios de validez y las reglas de juego asumidos por las diversas comunidades científicas; más las contundentes argumentaciones de Foucault y Marcuse, demostrando la existencia de una voluntad de poder detrás de todas las teorías y tecnologías, dieron al traste, definitivamente, con los viejos deslindes entre los territorios, modernos o no, de la racionalidad.
 
Desde entonces, se ha oscurecido el referente de todos los discursos y no hay certeza de que el mapa coincida con el territorio, puesto que, como afirma Habermas (1990: 242):
…puede el lenguaje (en vez de la subjetividad) autonomizarse y convertirse hasta tal punto en destino epocal del Ser, en hervidero de significantes, en competencia de discursos que tratan de excluirse unos a otros, que los límites entre significado literal y metafórico, entre lógica y retórica, entre habla seria y habla de ficción quedan disueltos en la corriente de un acontecer textual universal (administrado indistintamente por pensadores y poetas).
La disolución del universo referencial homogéneo en el que confió ciegamente Occidente en los últimos tres siglos, dejó a los lenguajes sumidos en un clima de incertidumbre y confusión, en una nueva torre de Babel, en la que la condición ficcional del discurso literario parece haber contaminado todos los géneros de producción y comunicación del saber. Tal vez nadie haya sentido con mayor intensidad este desbordamiento como Michel Foucault. Su empresa de arqueólogo del saber, de buzo de las profundidades epistémicas de las que brotan las condiciones de posibilidad de cualquier enunciación, lo llevó a reconocer la movilidad de los límites de su oficio de historiador del pensamiento, la identidad final de dos dominios otrora inconfundibles: la historia y la ficción. Por ello, el autor de la Historia de la locura en la época clásica y de la Historia de la sexualidad, escribiría:
En cuanto al problema de la ficción, es para mí un problema muy importante; me doy cuenta que no he escrito más que ficciones. No quiero, sin embargo, decir que esté fuera de verdad. Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la verdad al inducir efectos de verdad con un discurso de ficción, y hacer de tal suerte que el discurso de verdad suscite, fabrique algo que no existe todavía, es decir, ficciones (1980: 162).
Pero no todos los autores de esta hora avalan necesariamente los extremos de un postestructuralismo que, a fuerza de internarse en la lógica inmanente del lenguaje, se acercó con fruición a los abismos del relativismo y el nihilismo. Habermas intentará rescatar los fundamentos de la racionalidad moderna, acudiendo a cierta dimensión intersubjetiva de fa comunicación humana, en la cual las reglas de validez del lenguaje compartido pueden ser sometidas a una reconsideración consensual una y otra vez. Paul Ricoeur (1990), aunque no deja de reconocer la condición narrativa de la historia, deslinda a esta última de la ficción en razón de una vocación de verdad que la literatura desconoce. En fin, el torbellino relativista obliga a los defensores del viejo orden a resguardar sus burgos reconstruyendo los muros derruidos.
 
LA LITERATURA COMO FORMA DE CONOCIMIENTO
 
En otra dirección, el cuestionamiento de las viejas demarcaciones discursivas, ha propiciado un renovado interés en la restitución de los lazos entre literatura y realidad, entre ficción y mundo de vida. De esta manera se hace posible recuperar una cierta objetividad referencial para un discurso que, hasta hace poco, estuvo confinado entre los límites de su mismidad textual, amordazado por las vueltas interminables de la hermética cadena del significante. Thomas Pavel (1995: 19) ha señalado claramente que:
En esta nueva configuración, la teoría literaria tiene que confrontar toda una gama de asuntos que quedaban fuera del alcance del estructuralismo clásico. Debe reexaminar los presupuestos respecto a las convenciones y vérselas de nuevo con el problema de la representación de la realidad en la ficción. La marginalización de los problemas de la referencia se ha vuelto ya obsoleta. Liberada de las restricciones del enfoque textualista, la teoría de la ficción puede responder de nuevo a los poderes de la imaginación para crear mundos y dar cuenta de las propiedades de los mundos, así como de la existencia de la ficción, de su complejidad, su incompletitud, su distancia y su integración en la economía general de la cultura.
Las recientes investigaciones en el campo de la lógica modal y la semántica de los mundos posibles, permiten un nuevo entendimiento del poder referencial de la ficción en función de las versiones del mundo generadas por los propios textos. Estos universos discursivos de carácter imaginario, guardarían, por otra parte, relaciones de correspondencia con la ontología primaria o versión del mundo asumida como realidad por la cultura en la que el texto ha sido producido. La búsqueda permanente de isomorfismos entre el mundo de ficción y el mundo real, denominada por Pavel lectura alegórica, constituiría una operación corriente dentro del proceso de recepción de la obra literaria.

El autor no escapa de la dificultad que representa la necesaria delimitación de la llamada ontología primaria o referente último de la semántica del texto, para asignarle algún tipo de valor de verdad. Y es que si se postula la existencia de una versión única del mundo real, válida para todos los discursos de ficción, se corre el riesgo de echar en un mismo saco diversos órdenes o niveles entitativos lógicamente incompatibles. Por otra parte, si se asume que cada contexto cultural genera su propia versión del mundo, no se está lejos del relativismo. Pavel opina que, ante esta disyuntiva,
Es preferible la opción de postular campos de ficción unificados según épocas históricas y culturales; esta opción se adecua bien a la tradición hegeliana y a los desarrollos recientes de la Antropología Histórica. Los historiadores de la mentalidad de una época han mostrado cómo las sociedades tienden a desarrollar espacios característicos imaginarios que dar forma tanto a la vida social como a la producción cultural (1995: 121).
Estos espacios imaginarios desde los cuales la cultura produce los discursos, han sido tema de discusión frecuente entre los teóricos preocupados por la dimensión social de los procesos semiológicos y la creación estética. Ya hace varias décadas qué Lucien Goldmann (1975) identificó como sujeto de la creación cultural a una conciencia posible de dimensión colectiva, a través de la cual las estructuras sociales generarían las condiciones epistemológicas y estéticas configuradoras de la labor individual del escritor.

En una dirección similar, Thomas Lewis ha reconocido que en la interpretación textual, la relación con la realidad viene mediada por una instancia semiológica culturalmente modelada, presupuesta en la elaboración misma del texto. Sobre esta base, Lewis (en Pérez, 1979) define el referente del discurso literario como:
...una unidad ideológico cultural que en virtud de su relación necesaria, pero no representada, con otras unidades culturales no idénticas, proporciona a modo de ausencia dialéctica, los requisitos materiales para el entendimiento conceptual de ciertas características del texto y también de la estructura de la realidad que el texto alude.
De este modo, la lectura alegórica no implicaría una búsqueda de correspondencias exactas entre el mundo ficticio y los entes de una realidad empírica supuestamente objetiva, sino entre el universo imaginario del texto y las versiones del mundo a través de las cuales las sociedades organizan su relación con lo real.

Otro aporte fundamental al respecto ha sido el formulado por Lotman (1975: 72-73), quien denominó a estas matrices culturales generadoras de sentido sistemas semiológicos modelantes. Cada uno de estos sistemas puede ser considerado como una lengua, sin que esto implique un predominio absoluto y homogéneo de uno sólo de ellos en el seno de la vida cultural de las sociedades. Precisamente, para Lotman
…cualquier cultura representa un conjunto complejo y contradictorio. Por lo común, el modelo de sí misma que caracteriza una cultura determinada pone en ella ciertas ‘dominantes’ que forman la base sobre la que se construye el sistema unificador que debe servir de código para el autoconocimiento y el autodesciframiento de los textos de cualquier cultura. Para desempeñar esta función la cultura debe estar organizada como una estructura en equilibrio sincrónico.
Toda esta argumentación nos permite, finalmente, delinear una estrategia de acercamiento al hecho literario, que tenga en cuenta las versiones del mundo o sistemas semiológicos modelantes del complejo cultural en el que el texto ha sido concebido. La investigación y descripción de estas versiones constituirá entonces un paso previo o paralelo, a la determinación del referente sociohistórico de la ficción. Esta metodología, que pudiera calificarse como etnocrítica de la creación literaria, nos servirá de base para el estudio comparado de algunas obras de la cuentística latinoamericana que emprenderemos a continuación.
 
LOS SISTEMAS SEMIOLÓGICOS MODELANTES DE LA CULTURA LATINOAMERICANA
 
La delimitación de un posible referente literario para una relectura de la cuentística latinoamericana, constituye en sí misma todo un proyecto investigativo cuyos pasos iniciales ya han sido dados, en nuestra opinión, por dos autores venezolanos resaltantes dentro del campo de las ciencias humanas. Se trata, en primer lugar, de José Manuel Briceño Guerrero, sobre todo por las propuestas formuladas en El laberinto de los tres minotauros (1994) y, en segundo término, de Alejandro Moreno Olmedo, autor de El aro y la trama. Episteme, modernidad y pueblo (1995). Los logros teóricos de ambos nos servirán de fundamentos para una descripción sucinta de los universos discursivos que, siguiendo la terminología de Lotman, denominaremos los sistemas semiológicos modelantes de la cultura latinoamericana contemporánea, y que constituyen las matrices míticas, ideológicas y epistémicas a partir de las cuales ésta ha intentado representarse a sí misma.
 
Briceño Guerrero ha determinado que la América mestiza ha producido, básicamente, tres universos referenciales definitorios de su modo de ser. Debido a la claridad con que recoge sus planteamientos esenciales, transcribiremos a continuación un largo fragmento del prólogo de su obra mencionada:
TRES GRANDES discursos de fondo gobiernan el pensamiento americano. Así lo muestran la historia de las ideas, la observación del devenir político y el examen de la creatividad artística.
Por una parte el discurso europeo segundo, importado desde fines del siglo dieciocho, estructurado mediante el uso de la razón segunda y sus resultados en ciencia y técnica, animado por la posibilidad del cambio social deliberado y planificado hacia la vigencia de los derechos humanos para la totalidad de la población, expresado tanto en el texto de las constituciones como en los programas de acción política de los partidos y las concepciones científicas del hombre con su secuela de manipulación colectiva; potenciado verbalmente con el auge teórico de los diversos positivismos, tecnocracias y socialismo con su alboroto doctrinario en movimientos civiles o militares o paramilitares de declarada intención revolucionaria. Sus palabras claves en el siglo pasado fueron modernidad y progreso. Su palabra clave en nuestro tiempo es desarrollo. Ese discurso sirve de pantalla de proyección para aspiraciones ciertas de grandes sectores de la población y del psiquismo colectivo, pero también sirve de vehículo ideológico para la intervención de las grandes potencias políticas e industriales del mundo en esa área y es, en parte, resultado de esa intervención; sólo en parte, pues responde también, poderosamente, a la identificación americana con la Europa segunda.
Por otra parte, el discurso cristiano hispánico o discurso mantuano heredado de la España imperial, en su versión americana característica de los criollos y del sistema colonial español. Este discurso afirma, en lo espiritual, la trascendencia del hombre, su pertenencia parcial a un mundo de valores metacósmicos, su comunicación con lo divino a través de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, su ambigua lucha entre los intereses transitorios y la salvación eterna, entre su precaria ciudadela terrestre y el firme palacio de múltiples mansiones celestiales. Pero en lo material está ligado a un sistema social de nobleza heredada, jerarquía y privilegio que en América encontró justificación teórica corno paideia y en la práctica sólo dejó como vía de ascenso socioeconómico la remota y ardua del blanqueamiento racial y la occidentalización cultural a través del mestizaje y la educación, doble vía simultánea de lentitud exasperante, sembrada de obstáculos legales y prejuicios escalonados. Pero si el acceso a la igualdad con los criollos quedaba, en la práctica, cerrado para las grandes mayorías, el discurso en cambio se afianzó durante los siglos de colonia y pervive con fuerza silenciosa en el período republicano hasta nuestros días estructurando las aspiraciones y ambiciones en torno a la búsqueda personal y familiar o clánica de privilegio, noble ociosidad, filiación y no mérito, sobre relaciones señoriales de lealtad y protección, gracia y no función, territorio con peaje y no servicio oficial aún en los niveles limítrofes del poder. Supervivencia del ethos mantuano en mil formas nuevas y extendidas a toda la población.
En tercer lugar el discurso salvaje; albacea de la herida producida en las culturas precolombinas de América por la derrota a manos de los conquistadores y en las culturas africanas por el pasivo traslado a América en esclavitud, albacea también de los resentimientos producidos en los pardos por la relegación a larguísimo plazo de sus anhelos de superación. Pero portador igualmente de la nostalgia por formas de vida no europeas no occidentales, conservador de horizontes culturales aparentemente cerrados por la imposición de Europa en América. Para este discurso tanto lo occidental hispánico como la Europa segunda son ajenos y extraños, estratificaciones de la opresión, representantes de una alteridad inasimilable en cuyo seno sobrevive en sumisión aparente, rebeldía ocasional, astucia permanente y oscura nostalgia.
Estos tres discursos de fondo están presentes en todo americano aunque con diferente intensidad según los estratos sociales, los lugares, los niveles del psiquismo, las edades y los momentos del día (1994: 7 9).
La sincronicidad de estas tres lógicas discursivas, disímiles y antagónicas, le imprimiría a la cultura latinoamericana una tensión permanente de fuerzas contradictorias y mutuamente neutralizadoras, un “nihilismo caotizante” que alimentaría una actitud irresoluta y conflictiva frente a la expansión universal del poderío de la Europa segunda o modernidad.

Moreno Olmedo (1995: 55, 71) prefiere hablar de epistemes y no de discursos. Ampliando el concepto de Foucault, afirma que la episteme, en cuanto matriz, se concibe como un sistema de representaciones generales en constante producción y reproducción, desde el fondo no representado (pero representable mediante la crítica hermenéutica) a la superficie de las representaciones y los discursos. Así pues, la episteme constituiría la racionalidad implícita en la praxis vital social de una cultura, y establecería “la condición de posibilidad de los lenguajes”. Sin embargo, el autor no deja de reconocer que “los discursos son la epifanía de la episteme” y que “en ellos, escritos cuando pertenecen al pasado, es donde el trabajo hermenéutico encuentra mayores facilidades”.
 
Otra diferencia con Briceño Guerrero radica en que Moreno delimita sólo dos epistemes fundamentales en la cultura venezolana y latinoamericana en general. Por una parte, estaría la episteme moderna producida en Occidente por el mundo de vida burgués y centrada en el individuo; y, por la otra, la episteme popular, totalmente ajena a la praxis social y los discursos de la modernidad, y centrada en las relaciones convivenciales dentro de la comunidad, en tanto que realidad previa y definitoria del ser/estar de la persona. De acuerdo con esto:
El mundo popular estará… definido por el vivir la relación. Si tiene sentido el discurso hasta aquí desarrollado, y el mundo de vida pone las condiciones del conocer, la episteme, el modo general de conocer de nuestro pueblo, es un conocer desde la relación y por relaciones (1995: 457).
Pero este mundo de vida popular parece sobrevivir a duras penas, “marginado, reprimido” por la capacidad casi exclusiva de la modernidad para imponer sus discursos como los únicos posibles. De ahí la dificultad de acceder a este universo por otra vía que no sea la “inmersión vital en la relación”, la convivencia incondicio¬nal dentro de la trama de relaciones que constituye la comunidad popular. A pesar de estos impedimentos para producir o interpretar un discurso auténticamente generado desde esta episteme, Moreno (ob. cit.: 458) reconoce que
Dos productos culturales latinoamericanos de plena actua¬lidad, por lo menos, parecen estar regidos por el mismo fundamento epistémico: la literatura más relevante y la teología de la liberación. ¿Sobre cuál matriz epistémica está pensado el mundo de Macondo? ¿Y la teología de la liberación?
La intuición de que existe en nuestra literatura una conexión con un discurso profundo configurador de la vida cultural autóctona, es una idea germinal en este autor que deja abierto todo un campo de trabajo para los estudiosos de la narrativa latinoamericana.

A manera de síntesis, nos interesa destacar que a pesar de al¬gunas diferencias conceptuales evidentemente significativas, hay un substrato básico de observaciones comunes que permite consi¬derar las conclusiones de ambos investigadores como esencialmente complementarias. En primer lugar, es notoria la percepción com¬partida en torno a la existencia de diversas matrices discursivas en el seno de la cultura, con un talante antagónico que dificultaría su completa integración. En segundo término, tanto el discurso salva¬je mencionado por Briceño como la episteme popular de Moreno, designan una actitud colectiva de radical oposición y extrañamien¬to frente a la modernidad, independientemente de los rasgos atri¬buidos y tal vez aún insuficientemente estudiados a esta versión del mundo de origen no occidental. Por último, es posible concebir la episteme moderna como una estructura englobante de lo que Briceño ha seccionado en dos discursos representativos de fases sucesivas de un mismo proceso histórico; es decir, el discurso mantuano y el de la Europa segunda no serían más que expresio¬nes de dos momentos copresentes en la memoria colectiva actual¬ del doloroso proceso de acoplamiento de las sociedades latinoamericanas a los designios de la voluntad de poder de la civilización occidental.

RULFO Y LA ORALIDAD DEL “MÉXICO PROFUNDO”

El ojo, dice Alejandro Moreno, es el órgano paradigmático de la racionalidad de Occidente en sus diversas fases evolutivas:
Tanto en la episteme griega, cuanto en la feudoaristocrática, como en la burguesa, el ojo es sentido príncipe, pero en cada una es un ojo cualitativamente distinto. Regida por su propio ojo, la racionalidad feudoaristocrática es una racionalidad coherente… pero cualitativamente distinta de la que impondrá más tarde la burguesía, una racionalidad de fundado a fundamento y viceversa, relacional cualitativa, y no de medios a fines –sin viceversa- como la moderna, así bien definida por Max Weber (1995: 122).
La relación del ojo con la escritura y la lectura ha sido señalada por Walter Ong, quien además opone la audición a la vista como sentido fundante de las culturas orales. Así pues, ojo y audición parecen estar relacionados con la oposición entre episteme moderna y episteme popular, como lo evidencia el hecho de que, según comenta el mismo Ong (1993: 77-78): “la escritura y lo impreso aíslan” a los sujetos pertenecientes a las culturas fundadas en la vista, en tanto que “la palabra hablada hace que los seres humanos formen grupos estrechamente unidos”. La oralidad y no la escritura, será entonces la modalidad discursiva a través de la cual se exprese, naturalmente, la episteme popular.
 
Uno de los rasgos más notables de la narrativa de Rulfo es, precisamente, haber logrado recrear en la escritura la oralidad propia de las comunidades campesinas de Jalisco, su tierra natal. Como ha indicado Carlos Pacheco (1992: 67), la labor esencial del escritor mexicano ha sido la construcción de un lenguaje oralizado cuya virtud consiste en su capacidad de interrumpir y dislocar las perspectivas y formas de expresión propias de la escritura para abrir en el texto un espacio a la otredad de la cultura profunda del pueblo mexicano.
 
En el relato El día del derrumbe de su libro El llano en llamas, uno de los recursos por medio de los cuales se logra reconstruir la oralidad convivencial, consiste en que la historia es narrada por dos personajes que dialogan frente a un grupo de vecinos, rememorando la visita que hiciera el gobernador al pueblo con ocasión de un terremoto devastador:
Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón? -No, fue el pasado. -Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón, ¿no fue el veintiuno de septiembre el mero día del temblor? (1975: 134).
Desde un principio notamos que el texto está siendo producido por un sujeto colectivo, por una comunidad dialogante y no por uno o varios individuos. Se trata de una enunciación conversacional en la que el ejercicio compartido de la memoria permite preservar y transmitir la anécdota.
 
Por esta misma razón, no puede hablarse en el plano del enunciado sino de un actante grupal, integrado por la comunidad, si bien en oposición con una figura esencial de la trama, ligada a otro ámbito: el gobernador, que visita el pueblo no para resolver los problemas, sino para causar otro con los gastos que implica atenderlo a él y a su séquito:
Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado. La cuestión está en que al menos venga a ver lo que sucede, y no que se esté allá metido en su casa, nomás dando órdenes. En viniendo él, todo se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa encima, queda muy contenta con haberlo conocido. ¿O no es así, Melitón? (ob. cit.: 135).
El funcionario, acompañado de un “geólogo y gente conocedora”, viene a disfrutar de un banquete y pronunciar un discurso que contrasta, por su lenguaje, con el habla local. Su lengua es otra, la de una modernidad inaccesible, opresora, con la cual no hay diálogo sino enfrentamiento solapado. Se trata del discurso del poder mantuano que, como bien lo señala Briceño Guerrero, utiliza los valores del progreso occidental como consignas propagandísticas; con la finalidad de justificar y encubrir los privilegios de la “revolucionario” oligarquía mexicana:
“Mi trazo es el mismo, conciudadanos. Fui parco en promesas como candidato, optando por prometer lo que únicamente podía cumplir y que al cristalizar, tradujérase en beneficio, colectivo y no en subjuntivo, ni participio de una familia genérica de ciudadanos. Hoy estamos aquí presentes, en este caso paradojal de la naturaleza, no previsto dentro de mi programa de gobierno…” (ob. cit.: 138-139).
Sin embargo, no hay que olvidar que esta proclama es la versión que han memorizado los relatores, haciendo gala no sólo de una extraordinaria capacidad mnemotécnica, sino también de una aguda inclinación por la ironía, por la carnavalización (Pacheco, 1992: 100) de una figura opresiva frente a la cual, el discurso salvaje, no tiene más opción que la burla y la desmitificación. El gobernador se revela entonces como un abusador, como un glotón engañado por un pueblo que le sirve carne de venado haciéndole creer que es barbacoa de res, como un orador huero a quien apenas un borracho lanza vivas y cuya perorata se ve interrumpida por una trifulca:
“Y el gobernador ni se movía, seguía de pie. Oye, Melitón, cómo es esa palabra que se dice…” Impávido. Eso es, impávido. Bueno, con el argüende de afuera la cosa aquí dentro pareció calmarse. El borrachito del “exacto” estaba dormido; le habían atinado un botellazo y se había quedado todo despatarrado tirado en el suelo. El gobernador se arrimó entonces al fulano aquel y le quitó la pistola que tenía todavía agarrada en una de sus manos agarrotadas por el desmayo. Se la dio a otro y le dijo: “Encárgate de él y toma nota de que queda desautorizado a portar armas”. Y el otro contestó: “Sí, mi general.” (Rulfo, 1975: 141).
El rol de la memoria resulta especialmente significativo en este texto, porque sus referencias detalladas y sus lagunas, sus claridades y sus imprecisiones, constituyen indicios de formas distintas de valorar aspectos espaciales y temporales ligados a epistemes antagónicas. Así, por ejemplo, mientras los narradores recuerdan con exactitud las palabras del visitante, la comida servida o la ropa que traía puesta, por cuanto les sirven de ingredientes para la satirización del poder; dicen haber olvidado o tal vez no haber sabido nunca, a quién representa la estatua colocada en la plaza del pueblo, sugiriendo de este modo la ausencia de significado que tienen para ellos los símbolos de una institucionalidad mantuano moderna, apenas aceptada en el cumplimiento ambiguo de sus rituales:
Y a la hora de los discursos se paró uno de sus acompañantes, que tenía la cara alzada… Y habló. Habló de Juárez que nosotros teníamos levantado en la plaza y hasta entonces supimos que era la estatua de Juárez, pues nunca nadie nos había podido decir quién era el individuo que estaba encaramado en el monumento aquel. Siempre creíamos que podía ser Hidalgo o Morelos o Venustiano Carranza, porque en cada aniversario de cualquiera de ellos, allí les hacíamos su función. Hasta que el catrincito aquel nos vino a decir que se trataba de don Benito Juárez. ¡Y las cosas que dijo! ¿No es verdad, Melitón? Tú que tienes tan buena memoria te has de acordar bien de lo que recitó aquel fulano (ob. cit.: 136).
Estos vacíos y fijaciones del recuerdo remiten también a una forma de apreciar la temporalidad, distinta a la imperante en el mundo moderno. Se trata de un tiempo casi inconmensurable, ligado más bien a los ciclos naturales de nacimiento, maduración y muerte, y no a las exigencias productivas que demandan una creciente precisión de los relojes en las ciudades occidentalizadas. Así, cuando a uno de los interlocutores se le pregunta si hay o no iglesia en un poblado vecino, éste responde: “ No la hay. Allí no quedan más que unas paredes cuarteadas que dicen fue la iglesia hace algo así como doscientos años; pero nadie se acuerda…” (ob. cit.: 134). Del mismo modo, ante la insistencia por recordar la fecha exacta de la infausta visita del dirigente, que parece también habérseles olvidado, Melitón precisa:
“Ora me estoy acordando que sí fue por el veintiuno de septiembre el. Borlote: porque mi mujer tuvo ese día a nuestro hijo Merencio, y yo llegué ya muy noche a mi casa más bien borracho que buenisano” (ob. cit.: 141 142).
De esta forma, el relato hace referencia a universos culturales distintos, en conflicto, aunque desde la perspectiva de quienes quedan definidos, por el lenguaje mismo, como miembros de un sector de la sociedad enraizado en la episteme popular. Son personajes de las comunidades orales del campo mexicano, que sirven de inspiración a la narrativa de Rulfo, tanto por sus valores ancestrales como por la sonoridad provinciana de su verbo.

UN PUEBLO EN RUINAS EN ESPERA DE MEJOR SUERTE

El mar del tiempo perdido es un relato escrito por Gabriel García Márquez, en el que se retrata la vida de un villorio costeño, aletargado frente al mar. Un repentino olor a rosas, proveniente del océano, reaviva las actividades de sus calles, que se ven súbitamente inundadas de visitantes, entre los que destaca un gringo que dice haber venido para resolverles sus problemas: el señor Herbert. Este resulta ser una especie de apostador que deja esquilmados a los ya miserables habitantes del lugar, bajo el pretexto de que está promoviendo “el más equitativo sistema de distribución de la riqueza”.

Al igual que en el cuento de Rulfo, puede decirse que el actante principal de la historia es el pueblo entero, debido a que todos se ven envueltos, de una u otra forma, en las peripecias de la trama. En efecto, aunque en un principio se nos dice que sólo Tobías y Petra sintieron el olor a rosas la primera noche en que apareció, luego se evidencia que todos los moradores están siendo afectados por el mismo fenómeno:
El viejo Jacob hizo un silencio acostumbrado. Luego, habiéndose dejado despojar de sus mejores fichas, suspiró:
Es que, según parece, Petra se va a morir…
¿Qué le pasa?
Anoche –explicó el viejo Jacob sintió un olor de rosas.
Entonces se va a morir medio pueblo –dijo don Máximo Gómez . Esta mañana no se oyó hablar de otra cosa. (García Márquez, 1982: 18).
Este aroma maravilloso hace proclamar a un cura, venido entre la oleada de fuereños, que éste es un pueblo elegido. Se trata del “olor de Dios”, de acuerdo con lo que en alguna parte explican las Sagradas Escrituras. Razón por la cual se sintieron afortunados y vieron renacer sus adormecidas ambiciones de riqueza. Sin embargo, estas aspiraciones que pareciera van a ser satisfechas gracias a los ofrecimientos del Sr. Herbert, no desencadenan un esfuerzo sostenido de producción al estilo moderno, sino que más bien buscan salida a través del juego y las apuestas, o actividades habituales difícilmente generadoras de una riqueza perdurable. Este hecho, junto a la ya comentada existencia de un sujeto colectivo, representa un indicio de que estamos en presencia de otra manifestación literaria de la episteme popular, del mundo de vida del hombre latinoamericano que vive en el modo de producción moderno, pero éste no lo constituye como ser en el mundo, no lo hace existente. Tampoco otro modo de producción cualquiera. La producción no es su mundo. Su mundo es el entramado de relaciones que se teje sobre todo en el vecindario y la familia (Moreno, 1995: 439).

No se quiere decir con esto que no existan en esta versión del mundo el trabajo y la técnica. Lo que sucede es que éstos no se ponen en marcha con miras en la generación de riqueza, sino el propósito de mantener al día las relaciones convivenciales. Esta connotación popular de la laboriosidad queda explícita en el siguiente fragmento:
Habían venido tres hombres y una mujer. Catarino pensó que más tarde podían venir otros y trató de componer la ortofónica. Como no pudo, le pidió el favor a Pancho Aparecido, que hacía toda clase de cosas porque nunca tenía nada que hacer y además tenía una caja de herramientas y unas manos inteligentes.
La tienda de Catarino era una apartada casa de madera frente al mar… mientras observaban el trabajo de Pancho Aparecido, los tres hombres y la mujer bebían en silencio sentados en el mostrador, y bostezaban por turnos. (García Márquez, ob. cit.: 22).
El gringo Herbert, por otra parte, representa cabalmente la episteme moderna, pues además de trabajar sólo en pro del enriquecimiento propio sin importarle los perjuicios que pueda causar a otros, establece una relación con la naturaleza netamente instrumental, signada por sus intereses productivos. Tobías, en cambio, piensa que el mar no debe ser intervenido por el hombre por tratarse de un lugar sagrado:
El señor Herbert no encontró suficientes cangrejos. Al atardecer, invitó a Tobías a buscar algo que comer en el fondo del mar. -Oiga –lo previno Tobías-. Sólo los muertos saben lo que hay allá adentro.
-También lo saben los científicos –dijo el señor Herbert-. Más abajo del mar de los naufragios hay tortugas de carne exquisita. Desvístase y vámonos (ob. cit.: 33).
Herbert ejerce aquí una función similar a la del gobernador en el relato de Rulfo. Es un extraño, un ser surgido de un universo cultural distinto que, sin embargo, cumple un destino histórico imbricado con el de los personajes del mundo de vida popular: es su explotador quien los sojuzga, utilizando como justificación la promesa del progreso y del bienestar material. De hecho, así como el gobernador visita el pueblo armado de un irrealizable programa de gobierno; Herbert ofrece un porvenir luminoso, típicamente moderno, a los mismos a quienes acaba de quitarles sus últimas posesiones:
Fue así como el señor Herbert se quedó con la casa del viejo Jacob. Se quedó, además, con las casas y propiedades de otros que tampoco pudieron cumplir, pero ordenó una semana de músicas, cohetes y maromeros y él mismo dirigió la fiesta. Fue unas semana memorable. El señor Herbert habló del maravilloso destino del pueblo, y hasta dibujó la ciudad del futuro, con inmensos edificios de vidrio y pistas de baile en las azoteas… (ob. cit.: 31).
Hasta la muerte, que tiene lugar en el universo discursivo del relato en el mar donde van a parar los fallecidos, es vencida, aparentemente, por este millonario a quien ningún obstáculo parece detener. Al menos así se desprende de sus propias palabras: “Tengo tanto dinero –dijo el señor Herbert- que no hay ninguna razón para que me muera” (ob. cit.: 31).

Para la gente del poblado, contrariamente, el destino depende de los flujos y reflujos de la naturaleza, de los designios oscuros de un cosmos inescrutable y no de la voluntad individual. De ahí que la ruina inmemorial de la aldea se origine en un mar que arroja basura y pestilencia sobre la playa, y que la bonanza pasajera provenga del extraño olor a rosas que, inesperadamente, brota de esas mismas aguas.

También el tiempo parece transcurrir en una dimensión distinta a la de la modernidad. Su ritmo es más lento, difuso, casi marcado únicamente por el ir y venir de las olas o por el silencio nocturno de las estrellas. Sólo algunas experiencias esenciales, guardadas en la memoria, parecen servir de hitos capaces de alertar a la conciencia acerca de la marcha indetenible del mundo:
Tobías encontró a todo el mundo despierto después de las nueve. Estaban sentados a la puerta escuchando los viejos discos de Catarino, en la misma actitud de fatalismo pueril con que se contempla un eclipse. Cada disco les recordaba a alguien que había muerto, el sabor que tenían los alimentos después de una larga enfermedad, o algo que debían hacer al día siguiente, muchos años antes, y que nunca hicieron por olvido (ob. cit.: 22).
Nuevamente el recuerdo se torna sustancial en tanto que recurso de un mundo de vida básicamente oral, para preservar la propia identidad frente a la acometida de un tiempo totalmente otro. Intruso poderoso que una enunciación proferida desde el lado de los humildes, combatirá con los dardos de la sátira, la hipérbole desmitificadora y el olvido.

UNA VISION APOCALIPTICA DEL MUNDO MODERNO

El escritor venezolano Julio Garmendia (1927, 1951, 1979) ha conseguido plasmar en su relato La máquina de hacer ¡pu! ¡pu! ¡puu! una de las sátiras más risueñas y corrosivas de la narrativa nacional, acerca de las tremendas contradicciones que amenazan a la civilización industrial. Dentro del tono alegórico-paródico que el crítico Víctor Bravo (1993) ha señalado como característico de la cuentística del autor, se desenvuelve esta historia protagonizada por la última gran invención de la tecnología contemporánea: nada más y nada menos que una máquina capaz de fabricar, con mayor eficiencia y calidad, el excremento humano. De acuerdo con la narración, pronto nadie, salvo algunos excéntricos tradicionalistas, quiso volver a producir el mencionado artículo a través de los arcaicos métodos naturales. En consecuencia, la misma necesidad de alimentarse cayó en desuso y, con ella, la agricultura, la ganadería y las demás ramas de la economía moderna se fueron a pique. Las grandes potencias, por razones de seguridad, deciden entonces acaparar en enormes depósitos subterráneos la innovadora mercancía, hasta que un día el vientre hinchado de la tierra estalla y un diluvio viscoso arrasa con todo vestigio de vida en el planeta.

En este texto, la ironía del discurso salvaje opera mediante una reproducción carnavalesca (Kristeva, 1981, t. 1) del lenguaje publicitario de la industria, similar a la efectuada en el relato de Rulfo respecto a la retórica de los funcionarios del gobierno, o la hecha por García Márquez en relación con los planes de los inversionistas norteamericanos. De esta forma, el discurso europeo segundo es desarmado por una literatura que aparece escrita desde otro lugar, desde una episteme alterna a la de Occidente, llena de recelo frente a la imposición universal de un poderío ajeno y enajenador:
Era la última palabra en materia de adelantos científicos; al fin, después de pacientes y laboriosos esfuerzos, experimentos y tanteos, se había logrado fabricar por vía sintética aquello que la máquina fabricaba. El mundo entero recibió la noticia del sensacional descubrimiento dejándose llevar por un irreflexivo y quizás desmedido sentimiento de entusiasmo y orgullo. Fue una ola de optimismo y de ilimitada confianza en el futuro (Garmendia, 1979: 35).
La falsa promesa vuelve a aparecer como característica intrínseca del lenguaje de la modernidad, en violento contraste con un sentimiento de nostalgia ante la tradición a punto de perderse o ya perdida, claramente identificado por Briceño Guerrero como rasgo propio del discurso salvaje. La voz del narrador, igual que en el relato anterior, es la de una tercera persona que, sin embargo, se identifica, a través de la sorna o la añoranza, con los valores de la cultura amenazada:
Para decirlo todo de una vez, había llegado la época del pupú prefabricado, a mínimo precio y óptima calidad inmejorable, y la antigua y pequeña industria doméstica languidecía, agonizaba y desaparecía rápidamente… Sólo uno que otro empecinado o testarudo se revelaba; había aún gente por demás anticuada y gruñona, reacia por naturaleza a todo espíritu de innovación, gentes aferradas a los caducos usos y costumbres del pasado -¡gente de tradiciones!, en una palabra, amiga de conservatismos y antecedentes- y sólo éstos preferían atenerse todavía a los ya desechados métodos y sistemas; seguían haciendo pupú de acuerdo con las empíricas y antieconómicas recetas de otro tiempo, en antihigiénica forma doméstica (Garmendia, ob. cit.: 36).
Se está aquí, una vez más, en presencia de una gramática social ajena al modo de producción burgués, una racionalidad apegada a los ritmos de la naturaleza más que a la temporalidad acelerada de la megalópolis, un universo donde la convivencia frugal en el espacio doméstico y no la búsqueda competitiva de la riqueza, determina el sentido de la vida.

Otro rasgo notable de este relato de Garmendia es que el narrador parece pertenecer a una época totalmente diferente a la de la sociedad tecnológica referida en la historia. Se trata de una voz que presumiblemente conoce los hechos, porque los ha leído en los textos conservados de algunos memorialistas muertos justo el día de la destrucción final de la Tierra. Paradójicamente, el relator angustiado por las viejas tradiciones condenadas a desaparecer por el progreso, se revela también como una conciencia posthistórica que lleva a cabo su enunciación desde algún punto ubicado en el porvenir; con lo que una especie de temporalidad circular estaría implícita más allá de la cronología lineal que estructura las acciones dentro del orbe industrializado:
Pero, ese día, ¡no quedó ningún memorialista para contar lo que pasó! Tan sólo –y eso porque se refiere al comienzo o despuntar de aquel monstruoso día-, tan sólo se conoce este detalle: Las máquinas de hacer pupú hacían ¡pu! ¡pu! ¡pu! ¡puuuuu!....Como tampoco quedó nadie para detenerlas, cuando ya no faltaba más a quien ahogar en aquella inmensa masa desolada que recubría los continentes y océanos, en el eterno silencio las máquinas siguieron largo tiempo: ¡pu! ¡pu! ¡pu! ¡pu! ¡puuuu! (ob. cit.: 38-39).
Esta dualidad de tiempos no es otra cosa que una consecuencia de la dualidad de mundos, en tanto que contraposición sincrónica de epistemes o discursos diversos en el seno de la cultura. Lo mismo puede afirmarse en relación con otras propuestas narrativas de Garmendia entre las que valdría la pena mencionar a El médico de los muertos, La tienda de muñecos, Manzanita o El señor Del Martillo. En todas ellas palpitan, de una u otra manera, la nostalgia y el talante apocalíptico propios de una mirada que se reconoce atrapada en las redes de una modernidad que es / no es suya.

EPILOGO

La problemática contemporánea en torno a la móvil demarcación de los saberes, ha propiciado un replanteamiento de las oscurecidas relaciones entre literatura y realidad, de hondas implicaciones a la hora de ponderar la eficacia epistemológica de la ficción, su capacidad referencial de alusión a los asuntos nodales de la cultura.

La lectura comparada de los relatos hasta aquí comentados, pertenecientes a tres de los más importantes narradores del siglo en América Latina, nos ha permitido estructurar un conjunto de relaciones isomórficas entre los rasgos intratextuales del discurso literario y los sistemas semiológicos modelantes de nuestra cultura, al menos tal y como estos últimos han sido definidos en las obras de Alejandro Moreno y José Manuel Briceño Guerrero. Las epistemes o discursos descritos por los investigadores venezolanos, han resultado prolíficos para la labor hermenéutica de sacar a la luz, una serie de connotaciones profundas de los textos que, de otra manera, habría sido muy difícil inferir.

Si bien es cierto que la muestra de obras seleccionadas ha sido reducida, lo que ha podido inclinar fácilmente la balanza a favor de los supuestos de la indagación, es oportuno advertir que el propósito de estas páginas no era otro que adelantar un esbozo o globo de ensayo, de un proyecto de mayor envergadura que, en lo sucesivo, habrá de confrontar sus hipótesis y su metodología con un espectro mucho más vasto del universo cultural y la producción literaria de nuestro continente.

De cara a la actual crisis de los saberes y valores que han servido de fundamento a la modernidad, un estudio como éste pudiera resultar sumamente estimulante para el indispensable proceso de introspección histórica que los latinoamericanos estamos obligados a emprender, en virtud de los cada vez mayores síntomas de inviabilidad que los planes de modernización de nuestras sociedades están evidenciando en el presente.

Tal vez así, la literatura consiga concretar su aporte, apoyada en la sabiduría que tantas veces se le ha querido desconocer, en la iluminación de los fundamentos de un proyecto civilizatorio alternativo, mucho más cónsono con los perfiles polimorfos de nuestra identidad colectiva. Sólo entonces comenzará a florecer, ojalá más pronto que tarde, un pensamiento independiente de los discursos enmascaradores que, hasta el presente, nos han impedido reconocernos del modo en que nuestra subjetividad y nuestra praxis social contradictoria nos han otorgado la posibilidad de ser.

REFERENCIAS

Briceño Guerrero, J.M. (1994). El laberinto de los tres minotauros. Caracas, Monte Ávila.
Foucault, M. (1980). Microfísica del poder (2a. ed.). Madrid: La Piqueta.
García Márquez, G. (1982). La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (7a. ed.). Bogotá: La Oveja Negra.
Garmendia, J. (1927). La tienda de muñecos. París: Excelsior. (Reeditada en 1998, Caracas: Monte Ávila).
Garmendia, J. (1951). La Tuna de Oro. Caracas: Ávila Gráfica. (Reeditada en 1990, Caracas: Monte Ávila).
Garmendia, J. (1979). La hoja que no había caído en su otoño. Caracas: Las Voces de Orfeo. (Reeditada en 1991, Caracas: Monte Ávila).
Goldmann, L. (1975). Marxismo y ciencias humanas. Buenos Aires: Amorrortu.
Habermas, J. (1990). Pensamiento postmetafísico. México: Taurus.
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Lotman, J. (1979). Semiótica de la cultura. Madrid. Citado por Enzo Pérez, ibid.
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Ong, W. (1993). Oralidad y escritura. México, F.C.E.
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Pavel, T. (1995). Mundos de ficción. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Pérez, E. (1987, Enero 03). Semiótica y marxismo. Suplemento Cultural de Últimas Noticias, 12–14.
Popper, K. (1988). Conocimiento objetivo (3ª ed.). Madrid: Tecnos.
Ricoeur, P. (1990). Tiempo y narración II. Configuración del tiempo en el relato de ficción. México: Siglo XXI.
Rulfo, J. (1975). El llano en llamas (12ª reimpresión). México: F.C.E.
Steiner, G. (1989). Presencias Reales. El sentido del sentido (J. Berrizbeitia Trad.). Caracas: Ex Libris.

Citar como:

Fernández Colón, Gustavo (1998). Notas para una etnocrítica del cuento latinoamericano. Zona Tórrida, 30, 83-110. Valencia, Venezuela: Universidad de Carabobo.

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