LA MÍSTICA MEDIEVAL Y EL DESAFÍO ECOLÓGICO DE NUESTRO TIEMPO 

Gustavo Fernández Colón

(Ponencia leída en las Sextas Jornadas de Filosofía Medieval organizadas por la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, Argentina, del 26 al 29 de abril de 2.011)

La hybris de Occidente

Hans-Georg Gadamer (1995) advirtió que los problemas cruciales de nuestro tiempo, como las tensiones globales generadas por el capitalismo, el colonialismo y la crisis ecológica, han llegado a un extremo en que pueden hacer insostenible la existencia de la humanidad sobre la Tierra. No sólo la enorme potencia destructiva de las armas atómicas, químicas y biológicas ha colocado ya a nuestra especie al borde del abismo, sino que la devastación de la naturaleza parece ser la consecuencia inevitable del despliegue histórico de la técnica y la industria modernas.

Siguiendo de cerca a Heidegger, Gadamer (1995) piensa que la actual crisis civilizatoria no es el producto de una desviación o confusión moderna con respecto a los valores tradicionales de Occidente, sino el resultado de lo que Heidegger caracterizó como el proceso de ocultación del ser a lo largo de la historia de la ontología. El autor de Verdad y método apunta además, releyendo a Aristóteles, que ya desde la Antigüedad este destino trágico de Occidente había comenzado a decidirse, en virtud del triunfo de la episteme o conocimiento científico por encima de la frónesis o discernimiento moral.

Pero la proximidad del abismo que nos interpela y nos obliga a repensar los prejuicios heredados de la tradición, constituye también una oportunidad excepcional para recuperar una vertiente relegada de la espiritualidad de Occidente, plena de revelaciones epistémicas, éticas y estéticas perdurables: la mística medieval. Preterida durante siglos por el cientificismo, la mística puede servirnos ahora de punto de partida para tratar de dar respuesta a los enormes desafíos que comporta la crisis multidimensional de la modernidad.

Fue el mismo Heidegger, en su esfuerzo por despojarse del pensar propio de la metafísica griega para propiciar un nuevo advenimiento del ser a la palabra, quien nos conminó a seguir las huellas de la mística medieval -y particularmente de la travesía de Eckhart por el abismo en el que Dios se muestra-, como lo ha evidenciado en sus investigaciones la prof. Silvana Filippi (2003).

En efecto, en las notas agrupadas bajo el título “Los fundamentos filosóficos de la mística medieval”, preparadas por Heidegger (1995) para una lección que no alcanzó a impartir en el invierno de 1919-1920, puede apreciarse el carácter marginal o contrahegemónico que el filósofo de Friburgo le atribuyó a la mística medieval dentro de la corriente principal del pensamiento de Occidente:
…ya en la metafísica del ser fuertemente científico-natural y teórico-naturalista de Aristóteles y en su radical exclusión e incomprensión del problema del valor en Platón, que tuvo una renovación en la escolástica medieval, apuntaba el predominio de lo teorético, razón por la que dentro de la totalidad del mundo vivencial cristiano medieval la escolástica supuso una fuerte amenaza precisamente contra la inmediatez de la vida religiosa, con el consiguiente olvido de la religión a fuerza de teología y dogmas. Y ya en la próxima época del cristianismo ejercieron éstos una influencia de cuño teórico y dogmático sobre las instituciones jurídico-eclesiásticas y sobre los códigos. Un fenómeno como la mística tiene que ser asumido y entendido como contramovimiento elemental (Heidegger, 1995: 169).
Aunque partiendo de una base teórica muy distinta a la fenomenología heideggeriana, el antropólogo británico Gregory Bateson (1972) llegó a una conclusión similar en cuanto al papel cumplido por la hybris de Occidente en la determinación del curso autodestructivo por el que “avanza” la civilización moderna. La hybris prometeica de Occidente ha sido la fuente de un conjunto de creencias anti-ecológicas, entre las cuales destaca el “dualismo cartesiano” que contrapone el espíritu y la materia y al que están asociadas otras modalidades de dualismo como las expresadas por las oposiciones: Dios contra hombre, élite contra pueblo, raza elegida contra los otros, nación contra nación y, por último, hombre contra naturaleza.

Para Bateson, la falsedad de estas premisas ha quedado al descubierto por los efectos destructivos, cada vez más palpables, de los grandes logros tecnológicos de la era industrial. A esta evidencia habría que sumar también la refutación aportada por la ciencia de la ecología, pues esta disciplina ha demostrado que cualquier especie viviente demasiado exitosa en la lucha contra su hábitat natural termina, indefectiblemente, destruyéndose a sí misma.

A raíz de sus múltiples investigaciones de campo como antropólogo, Bateson llegó a la conclusión de que en las llamadas “culturas tradicionales” subsistían formas de relación y actitudes hacia la naturaleza, mucho más benéficas y saludables que la hybris imperante en Occidente. Por ello le parecía conveniente reintroducir en las sociedades industrializadas ciertos valores tradicionales derivados de la sabiduría sistémica o ecológica de otras civilizaciones u otras épocas, para comenzar a revertir las tendencias catastróficas en marcha dentro del mundo moderno.

En nuestra opinión, la transformación necesaria para garantizar la supervivencia de la humanidad nos obliga a poner entre paréntesis una serie de principios que, hasta hace poco, habían sido considerados irrebatibles por la corriente dominante dentro del pensamiento de Occidente, como el dualismo cartesiano y sus derivaciones ya mencionadas. Así mismo, dentro del ámbito de la espiritualidad cristiana, la crisis ecológica nos obliga a reexaminar los prejuicios metafísicos que propiciaron la condena del lenguaje panteísta de grandes figuras de la mística europea como San Francisco de Asís, Meister Eckhart o San Juan de la Cruz.

Los teólogos Hans Küng y Karl-Joseph Kuschel (1993) han llamado la atención sobre las diferencias doctrinales que separan a las religiones y dificultan el diálogo intercultural, en el marco de los encuentros ecuménicos llevados a cabo por el Parlamento de las Religiones del Mundo, con el fin de llegar a acuerdos en torno a una ética mundial que contribuya a “procurar el bien de la Humanidad entera y (…) cuidar el planeta Tierra” (p. 21). Entre estas diferencias dogmáticas señala que “una aprehensión de la unidad de orden panteísta o místico”, como la propugnada por las religiones indostánicas, “no es susceptible de consenso” (p. 62). En nuestra opinión, una hermenéutica contemporánea de la mística heterodoxa del Medioevo podría contribuir enormemente a la apertura de un mayor espacio de confluencia entre las religiones de Oriente y Occidente, que facilite el diálogo reconciliador por el que clama la humanidad de nuestro tiempo.

La tradición mística occidental

Seguidamente pasaremos revista a diversos hitos de la mística medieval, cuya valoración por la tradición ha estado marcada por el prejuicio dualista al que nos hemos referido anteriormente. Una exposición más detallada del tema aparece recogida en nuestro libro Llama de amor viva. Ensayo sobre la mística de San Juan de la Cruz (2009), del que proviene la mayor parte de los argumentos aquí esbozados.

Recordaremos de entrada que la experiencia mística, presente en prácticamente todas las religiones, fue descrita durante la Edad Media europea a la luz de concepciones teológicas como la de San Agustín o Santo Tomás de Aquino que, sobre la base de un platonismo o un aristotelismo ya cristianizados, permitieron circunscribir las experiencias religiosas de los fieles dentro del marco dogmático aceptado por la Iglesia. Colin Thompson (1977) sintetiza la caracterización doctrinal del misticismo sostenida por la tradición occidental, en estos términos:
La experiencia de la unión con Dios es el fin del camino místico... esta unión puede ser de muchos tipos, y no siempre religiosa, aunque las dos formas principales son la monista y la teísta. En la unión monista el ser se funde con el Uno y pierde su identidad; en la unión teísta se conserva la identidad personal, pero el alma sufre una transformación en su unión con Dios. El misticismo cristiano ortodoxo debe ser teísta, de forma que, por muy íntima que sea la unión, se mantenga la distinción metafísica entre la criatura y el Creador (p. 31).
La distinción de estos dos tipos de unión con lo Divino es crucial, porque permite trazar una línea divisoria precisa entre la mística cristiana y la mística de religiones como el hinduismo, el budismo, el taoísmo o el islam, para las cuales la culminación de la evolución espiritual consiste en la experiencia íntima de la identidad ontológica del ser humano con lo Absoluto. Por otra parte, esta diferenciación ha sido la causante de que se consideraran heréticas las afirmaciones de místicos -tan inconfundiblemente occidentales- como Meister Eckhart [1260-1327] o Giordano Bruno [1548-1600].

Incluso en pleno siglo XX, Jacques Maritain (1932) anatemiza a la experiencia mística no-dual señalando que por haber surgido ésta en ambientes
…donde falta el control dogmático y disciplinario (…) se comprendería más fácilmente por qué cierta mística (…) de la cual cabría hallar ejemplos en las neoplatónicos y gnósticos, o en ciertas escuelas orientales, puede llegar a veces a perderse en la unidad (…) pero se comprendería también cómo tal éxtasis metafísico (…) esté infinitamente lejos de sufrir las cosas divinas, y, de hecho, desemboca casi fatalmente en el panteísmo (pp. 435-437).
No debe pensarse, sin embargo, que la tradición mantuvo siempre una configuración homogénea pues, dejando a un lado las consabidas desviaciones y herejías, pueden distinguirse, dentro del ámbito de la ortodoxia, dos etapas distintamente matizadas. En primer lugar, según el mismo Thompson (1977), habría surgido una tendencia mística representada por San Agustín [354-430], Casiano [350-452], San Gregorio de Nisa [335-394] y San Bernardo [1096-1153] que
...insistía en la luz y la plenitud, no en la oscuridad y el vacío; es pre-escolástica, en la medida en que no ofrece una enseñanza sistemática; prescinde en gran medida de visiones... y no pone énfasis en la intervención del Demonio (p. 26).
Posteriormente, con la difusión de la obra del Pseudo Dionisio Areopagita [s.V] propiciada por la traducción que hizo de ella Juan Escoto Eriúgena [810-877], el misticismo cristiano asumiría la vía de la negación y la oscuridad, como el único método de acceso experiencial a un misterio cuya comprensión trasciende las posibilidades del entendimiento humano. En efecto, el teólogo bizantino había escrito:
Rogamos poder penetrar algún día en esa Oscuridad que se halla más allá de la luz, y alcanzar algún día la visión a través de la pérdida de la vista y el conocimiento, y así, dejando de ver y de saber, aprender a conocer lo que se encuentra más allá de toda percepción y entendimiento (pues este vacío de nuestras facultades es la visión y el conocimiento verdaderos)… (en Thompson, 1977: 27-28).
Dentro de la corriente de la teología apofática o negativa inaugurada por el Pseudo Dionisio, se inscribe la experiencia mística de Eckhart y la de continuadores suyos como Tauler [1300-1361], Enrique Suso [1295-1366] y Juan van Ruysbroeck [1293-1381]. Eckhart fue acusado de herejía hacia el final de su vida, en tiempos del papa Juan XXII, aunque su condena no fue publicada hasta después de su muerte. Brugger (1972) sintetiza dos de los aspectos más “dudosos” de su pensamiento del siguiente modo: “La doctrina (condenada) de la eternidad del mundo le es atribuida injustamente; la doctrina acerca del ser de la criatura (y más todavía la de la “chispa” del alma) tiene algunas veces irisaciones panteístas” (p. 588).

Las obras de Tauler fueron censuradas y expurgadas en 1603 (Baruzi, 1931: 133-135). De Ruysbroeck, aún en el siglo XX, el filósofo neotomista Jacques Maritain (1932) advierte que el papel preponderante en su discurso de la unidad en que se sumerge el contemplativo hace que “sus fórmulas no (sean) siempre irreprochables” (p. 594).

Eckhart proclamaba la necesidad de vaciar de toda imagen y apetito las tres potencias del alma, para que Dios pueda “nacer” en ella. En su Sermón 14 (1980: 192-195), describe los rasgos de la pobreza a la que debe entregarse el hombre “para que Dios pueda operar en él”: “Es un hombre pobre aquel que no quiere nada, no sabe nada, no tiene nada”. La pobreza del que no quiere nada es la del “pobre de voluntad”. La del que no sabe nada, que define también como un “estar vacío de su propio saber”, corresponde al entendimiento. Y la del que no tiene nada, a la memoria.

En realidad, este vocabulario no es sino el vehículo de una metodología ascético-mística compartida por los seguidores de la escuela germánico-flamenca. Su regla principal consiste en el rechazo de toda imagen mental como exigencia contemplativa para posibilitar la unión con Dios. Enrique Suso, por ejemplo, afirma:
Sin ninguna luz creada, sin ninguna forma ni ninguna imagen, llegamos a captar lo que no puede alcanzar ninguna inteligencia por medio de formas y de imágenes. Y no se puede hablar de ello porque yo considero que sería hablar de una cosa que no puede alcanzarse por el discurso (en Eckhart, 1980: 16).
El sendero purgativo prescrito por la mística germánico-flamenca desemboca, tarde o temprano y con ayuda de la gracia, en la manifestación de la presencia divina en la más profunda intimidad del alma. Esta intimidad indescriptible es representada como una “fuente”, un “centro” o un “fondo” (“Fünklein” o “Grund” en Eckhart, “fundus animae” en Tauler) del que brotan las potencias; las cuales, cuando están vacías o desnudas, comienzan a ser gobernadas desde aquella raíz por Dios, en lugar de los aniquilados hábitos y pasiones. Ya San Agustín había reconocido en el Libro Décimo de sus Confesiones (1954): “Dios mío… tarde os amé. Vos estabais dentro de mi alma, y yo distraído fuera”; sin embargo, matiza esta presencia interior de Dios declarando: “tampoco sois lo que es nuestra alma, sino una sustancia muy distinta y superior a ella” (p. 222). Lo peculiar de la concepción de Eckhart es que esta última distinción, que constituye el fundamento inconmovible del misticismo teísta, pareciera no existir en él, haciéndole “sospechoso” de panteísmo. Así, pueden interpretarse como heterodoxas afirmaciones suyas del siguiente tenor (1980):
...en el alma hay un Fondo secreto de donde manan el conocimiento y el amor… Este fondo secreto no tiene ni pasado ni futuro, no espera nada que pueda añadirse a él… por la que tampoco puede, por poco que sea, conocer que es Dios el que actúa en él…

en efecto, en esta Esencia de Dios donde Dios está por encima de la Esencia de la Trinidad aun dividida en sí, yo era yo mismo, me quería a mí mismo y me conocía a mi mismo…

Entonces Dios es uno con el espíritu (pp. 194-197).
Esa experiencia inefable de autorrevelación de Dios en la interioridad del alma, culmina finalmente en una nueva visión de las criaturas que, rechazadas al principio del sendero ascético en su mera manifestación sensible, son recobradas ahora en su unidad indisoluble con lo Supremo. De este modo, lo múltiple se ha tornado Uno, por causa de la unidad del alma y Dios. Eckhart (1980) testimonia así esta extraordinaria transfiguración del mundo:
...en esta irrupción yo recibo esto: que Dios y yo somos uno (p. 197).

Mientras el rostro esté completamente dirigido hacia este nacimiento: todo lo que veas y oigas… todas las cosas se convierten para ti únicamente en Dios, pues en todas las cosas tienes únicamente a Dios a la vista (p. 112).
Idéntica es la apreciación de la creación a la que arribaría en España, dos siglos después, San Juan de la Cruz [1542-1591], desde el estado de conciencia alcanzado mediante su práctica contemplativa:
...cada una de estas grandezas que se dicen es Dios, y todas ellas juntas son Dios. Que, por cuanto en este caso se une el alma con Dios, siente ser todas las cosas Dios en un simple ser…

Y así, no se ha de entender que lo que aquí se dice que siente el alma es como ver las cosas en la luz o las criaturas en Dios, sino que en aquella posesión siente serle todas las cosas Dios (1990: 717-718).
Fórmulas coincidentes estas de Eckhart y San Juan de la Cruz, que reflejan la complejidad de una vivencia mística difícil de conciliar con la lógica dualista propia de los sistemas doctrinarios del Medioevo herederos del pensamiento antiguo.

Mística y ecología

Pasaremos ahora a comentar sucintamente los aportes de algunos filósofos latinoamericanos, que han valorado a la mística medieval como referente del estado de conciencia post-capitalista y post-moderno necesario para lograr la transformación civilizatoria que, en opinión de estos autores, debe emprender la humanidad del presente si aspira sobreponerse a la crisis multidimensional que amenaza por igual a todos los pueblos del mundo.

Para el teólogo brasileño Leonardo Boff, la espiritualidad humana se desdobla en dos dimensiones complementarias: una dimensión exterior, que se expresa a través de la mística político-social impulsora de la construcción colectiva de “modelos alternativos y proyectos diferentes de historia” (1996: 154); y una dimensión interior, animada por la mística personal que transforma a la voluntad posesiva del yo consciente, alienada por los espejismos de la cultura de masas, en irradiación amorosa que brota del “centro divino” e inconsciente del espíritu. En el fondo, la mística exterior y la mística interior son tan sólo dos caras de un mismo proceso de liberación, armonizador y sacralizador de la persona humana, la convivencia social y la naturaleza.

Pero ¿qué relación guarda esta concepción políticamente comprometida de la espiritualidad cristiana con la tradición contemplativa de la Edad Media? Boff sostiene que la inspiración de su mística ecológica proviene, fundamentalmente, de la vida y la obra de San Francisco de Asís [1182-1226]. El Cántico del Sol en el que “il poverello” canta al “hermano viento” y a la “hermana agua”, al “hermano fuego” y a la “hermana madre tierra”, consagra la posibilidad de una integración entre la iluminación del alma y la unidad armoniosa de todas las criaturas, que vendría a ser el resultado de “la síntesis entre la arqueología interior y la ecología exterior”. En palabras del propio Boff:
A través de estos elementos, el hombre expresa su propio mundo interior. Pero ¿qué es exactamente lo que se expresa de dicho mundo interior? Se expresa la eclosión de la reconciliación universal, la fusión entre la mística cósmica, orientada a la confraternización con la naturaleza, y la mística evangélica, orientada en el amor a la persona de Jesucristo. Los elementos que el Cántico celebra adquieren una sacramentalidad arquetípica que expresa y da a conocer dicha fusión (1981: 69).
El sujeto colectivo de este proyecto de liberación, los “portadores de una nueva esperanza”, son los pobres del mundo que, en Latinoamérica, están representados por millones de mujeres discriminadas, negros estigmatizados, indígenas expulsados de sus tierras, campesinos explotados y obreros empobrecidos por la “máquina capitalista”.

Un rasgo distintivo de la obra de Boff (1981) es su insistencia en que la liberación personal y social sólo llegará a ser auténtica, si se propone liberar también a la comunidad de las criaturas vivientes y a la Madre Tierra de la explotación a la que las ha sometido el antropocentrismo moderno. Las reflexiones del pensador brasileño desembocan así en una teología ecofeminista, en la cual el cultivo de la vertiente femenina de la sensibilidad se revela como la vía ética hacia la realización de una “democracia cósmica”, que reconcilie a los seres humanos entre sí y a nuestra especie con la naturaleza.

Oriente y Occidente

Desde una línea de pensamiento afín a la de Boff, el filósofo venezolano Elías Capriles (1988) ha señalado que el proyecto moderno de dominación de la naturaleza está produciendo resultados totalmente contrarios a los prometidos, puesto que en lugar de facilitar la construcción del paraíso sobre la Tierra nos está conduciendo al infierno. La devastación ecológica provocada por el llamado desarrollo industrial es la mayor evidencia empírica de que el proyecto moderno está alcanzando su reducción al absurdo, al colocarnos frente al dilema de continuar “avanzando” por el mismo camino que nos llevará a la autodestrucción o transformar radicalmente nuestro estado de conciencia y el modo de relacionarnos con nuestros congéneres y con el resto de la naturaleza.

Aunque las fuentes principales de la obra filosófica de Capriles son la mística budista tibetana y el pensamiento sistémico contemporáneo, valora las teologías místicas de Bernardo de Claraval y Meister Eckhart como expresiones del estado de conciencia no-dualista que, a su juicio, es imperativo recobrar para sanar al ser humano de la percepción fragmentaria y el error cognitivo que caracterizan al psiquismo considerado “normal” en las sociedades modernas.

Con base en la fenomenología de Sartre, Capriles (1994) ha intentado describir los rasgos ontológicos y gnoseológicos que diferencian a la conciencia fragmentaria dominada por el error, de la conciencia holística de quienes han alcanzado el estado de liberación interior preconizado tanto por la espiritualidad budista como por la mística del Medioevo. Aunque ontológicamente el sujeto y el objeto, la conciencia y el mundo, el espíritu y la materia, forman parte de la totalidad indivisa del universo o physis, es inherente a la conciencia fragmentaria la sensación de ser distinta o hallarse separada de todo cuanto la rodea. Esta sensación de separatividad es el origen del dualismo ontológico que nos hace concebir como entes diferentes el sujeto y el objeto, la conciencia y el mundo, la materia y el espíritu.

En el lenguaje de Sartre, este dualismo se expresa mediante la oposición entre el ser para sí o autoconciencia y el ser en sí o mundo de los objetos. Capriles (1994) sostiene que el ser para sí de Sartre no es otra cosa que la conciencia dualista o fragmentaria, asediada permanentemente por la angustia provocada por la sensación de separación o distanciamiento del propio ser y de los otros. La conciencia holística, en cambio, se manifiesta como experiencia directa de la no separación del ser para sí y el ser en sí o, en otras palabras, como vivencia no conceptual del sí mismo transfigurado ahora en la totalidad indivisa del universo que incluye tanto al sí mismo como a los demás entes considerados otros por la conciencia fragmentaria.

Otro de los fenómenos concomitantes con el surgimiento de la conciencia dualista es la aparición de los valores, los cuales operan como compensaciones ilusorias de la plenitud perdida a raíz del extrañamiento de sí mismo y de los otros instaurado por el ser para sí. La falta de sentido o sensación de carencia impulsa al sujeto separado o arrojado fuera de la totalidad, a poseer aquellos objetos (que pueden ser también otros sujetos) a los que atribuye el valor de restituirle el sentido o sensación de plenitud perdidos. Pero todas estas operaciones resultan infructuosas, puesto que la separatividad y la angustia retornan siempre, una vez que el sujeto se habitúa al objeto deseado y éste deja de producirle asombro o placer.

La experiencia de la no dualidad, que los budistas zen designan mediante la palabra satori y los budistas tibetanos mediante la palabra rigpa (2000a), en ocasiones puede llegar a manifestarse espontáneamente en cualquier ser humano, pero sólo se estabiliza y convierte en permanente gracias a la práctica sistemática de la meditación y de otras técnicas de liberación del error desarrolladas por las escuelas tradicionales.

Capriles se aparta de Sartre al defender la posibilidad de que la conciencia fragmentaria o ser para sí se extinga, sin que ello implique la muerte o desaparición biológica del sujeto. Incluso sostiene la tesis de que sólo cuando el ser para sí se disuelve por completo, gracias a la estabilización del rigpa o estado de conciencia no dual, desaparecen también la sensación de separatividad y la insatisfacción que dan origen tanto a la aparición de los valores como al comportamiento posesivo, consumista y depredador de la subjetividad moderna. A partir de ese momento, la conciencia liberada del error deja de confundir sus mapas cognitivos con el territorio de lo dado, y la actividad del sujeto se integra armoniosamente al funcionamiento sistémico de la totalidad o physis de la que nunca ha dejado de formar parte. De este modo, los valores dejan de ser necesarios para la conciencia en la que ha desaparecido la ilusión del yo, y a través de la cual fluye espontáneamente la ecosofía o compasión sin reglas.

Además del análisis ontogenético, el estudio filogenético del psiquismo revela que, a lo largo de nuestra historia evolutiva, la conciencia fragmentaria que Sartre denomina ser para sí no ha sido siempre la condición mental preponderante entre los seres humanos. Según las evidencias aportadas por Capriles (2000b), ha habido en el pasado diversos períodos en los que la “normalidad” correspondía a la conciencia holística o no dual, que la mística de San Bernardo, Eckhart y la tradición budista, entre otros ejemplos, proponen como meta de sus prácticas contemplativas. De estas evidencias se desprende que, en los últimos siglos, no ha habido en realidad un verdadero progreso, como nos lo han hecho creer los ideólogos de la modernidad. Al contrario, lo que ha tenido lugar es un proceso de involución o decadencia de las más altas facultades del espíritu humano, a lo largo de los siglos oscuros que nos separan de la última Edad de Oro.

Conclusiones

Una valoración comparativa de los planteamientos de los autores contemporáneos analizados en este trabajo, sugiere en primer lugar que, para ellos, la modernidad capitalista constituye un proyecto histórico de dominación del ser humano y la naturaleza que amerita ser superado. Todos comparten la tesis de que el yo concebido como núcleo de la identidad personal, el modelo antropológico del individuo posesivo y el dualismo materia-espíritu, son ficciones construidas por la hybris de Occidente. Todos coinciden además en sostener que la disolución del yo, el dualismo cartesiano y el individualismo posesivo es una condición necesaria para revertir las tendencias destructivas de la biosfera y de nuestra especie desplegadas por el capitalismo global.

De los aportes aquí examinados se desprende asimismo que tanto la mística medieval como las tradiciones espirituales del Oriente son portadoras de cosmovisiones y prácticas liberadoras de la subjetividad y la convivencia colectiva, que pueden contribuir enormemente a la construcción de alternativas ético-políticas frente a la presente crisis civilizatoria. De ahí la importancia que reviste una hermenéutica contemporánea del dualismo metafísico de Occidente, que llevó a la incomprensión del lenguaje panteísta de la mística medieval y la espiritualidad oriental, para allanar el camino al diálogo interreligioso, la reconciliación de la humanidad con la naturaleza y la convivencia pacífica por la que hoy claman todos los pueblos del mundo. 

REFERENCIAS
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